Capítulo 18 Gloriosa Libertad

La evacuación había comenzado y enormes aviones de varias naciones estaban descendiendo sobre Singapur. Se prepararon apresuradamente los heridos y los enfermos, procesándolos para su despacho con las evidencias de su encarcelación todavía a la vista. Muchas fueron las lágrimas al abrazar a nuestros colegas, sabiendo que con toda probabilidad no les veríamos más.

Pronto llegó la hora de mi propia salida, y muy para mi sorpresa, pero no de mi agrado, supe que saldría por vía aérea. No quería ir por avión sino por la vía más lenta para darme tiempo de reflexionar sobre los muchos ajustes que serían necesarios al volver a la vida de civil. Me quedaban muchas cicatrices físicas y mentales, y también aspiraba agregar unos pocos kilos a mi cuerpo.

Esta decisión demoró mi despacho por varias semanas, pero yo estaba contento de disponer del tiempo tan necesario para recuperarme. Finalmente, el 1 de noviembre de 1945, un día hermoso en Singapur, me embarqué en la buena nave polaca Sobieski, tripulada por británicos y polacos. El viaje de cuatro semanas proporcionó mucho tiempo para la reflexión y nuestros cuerpos, también, respondieron a la buena alimentación, el descanso y el recreo. Disfrutamos del buen tiempo y del aire puro, dando gracias a Dios por habernos guardado.

Hubo un incidente que restó tranquilidad al viaje. Contemplando el hermoso océano azul cierto día, vi los cadáveres de unos pocos marineros flotando cerca del barco. Me cubrió una ola de tristeza al contemplar el hijo de alguna madre o padre, al esposo de una esposa, o algún novio que había llegado a tener el mar por sepulcro y no iba a llegar a su hogar. Esto me condujo a pensar en la resurrección y en el pasaje en Apocalipsis 20.13, “El mar entregó los muertos que había en él”. Aun aquellos que han sido tragados por las grandes profundidades del océano van a responder en resurrección un día ante el llamado de Dios.

Durante aquellos días de reposo nuestro oficial de mando, el teniente coronel John Huston, emitió un mensaje de despedida. “Al ir cada cual por su camino después de los altibajos de los últimos cinco años, deseo agradecer a todos aquellos de lo que era la 196 Field Ambulance por la labor cumplida, la equilibrada disciplina, la flexibilidad y el sentido común que siempre manifestaron. ¡Ustedes fueron un buen equipo!”

El progreso lento dio oportunidad no sólo para reflexionar sobre el pasado sino también para contemplar el futuro. Guardé la mente activa con varios apuntes que había anotado con la esperanza de que me fueran útiles al testificar públicamente por el Señor en el futuro. A estas alturas ya sabía que había un solo camino abierto en el futuro desconocido, y era el de entregarme enteramente al Señor, a cualquier costo.

Reflexioné también sobre las palabras de despedida de mi querida madre antes de marcharme de casa por vez última. Cada día, dijo ella, iría a mi habitación a las 8:00 a.m. para arrodillarse al lado de mi cama y orar por mí. Agradecí esto más que nunca al recordar la poderosa mano del Señor sobre mi vida durante aquellos meses y años tan difíciles como un prisionero de guerra.

También agradecí las oraciones de la asamblea de Tillicoultry. Las lágrimas corriendo por las mejillas, aquella amada gente, mineros en su mayoría, clamaron al Señor por mi seguridad y preservación, aunque nadie sabía si yo vivía o no. Dios respondió a las oraciones de una madre devota y a la súplica de mis hermanos y hermanas en Cristo. Yo creo que Dios responde a la oración.

Me entregué a filosofar sobre la oración e hice otra anotación en mi diario: “Los mundanos se ríen cuando los cristianos hablan del poder de la oración. Hasta cierto punto esto no nos sorprende, pero debemos evaluarnos a nosotros mismos. ¿Creemos de veras en la oración? Me inclino a pensar que muy adentro dudamos del poder de la oración, aun cuando decimos con los labios que sí creemos. Esta fue mi propia experiencia, pero la oración es real, es algo tangible. Por experiencia propia he encontrado que la oración mueve la mano de Aquel que mueve el universo. Dios sí responde. La oración es uno de los medios más potentes que Él ha puesto en las manos del creyente. Por cierto, alguien ha escrito que Satanás tiembla al ver al santo más débil arrodillado”.

Rumbo al terruño, el Sobieski tocó puerto por un par de días en Colombo, Ceilán (hoy día Sri Lanka). Al oir que prisioneros de guerra iban a visitar la hermosa ciudad, de una vez las autoridades retuvieron en el cuartel a todas las mujeres del orden público y apostaron un policía en cada esquina, algunos de ellos armados. Pronto se dieron cuenta de haber juzgado mal las tropas nuestras. Habíamos estado en sujeción por tanto tiempo, obedeciendo mandatos de todo tipo, que la más mínima orden era respondida con una obediencia inmediata. Pronto desparecieron los policías, aparecieron las mujeres y la rutina de la ciudad fue reestablecida. Las bandas tocaron y los exprisioneros bailaron en la calle con las damas.

El viaje en sí no registró incidentes de nota. Pasamos frente al gran fortín de Gibraltar y llegamos a Liverpool, echando ancla costa afuera una tarde a las 5:00. Tuvimos la feliz sorpresa de recibir correo. Las cartas provocaron gran alegría para algunos y gran tristeza para otros, trayendo noticias de compromisos de matrimonio rotos, de hogares desbaratados y de familiares muertos en los bombardeos. Pero había los afortunados como yo que recibimos noticias de seres queridos que amaban en verdad.

El barco atracó la mañana siguiente. Había gente dondequiera: en los techos de los edificios y en cualquier lugar alto que daba lugar donde pararse. Unas cuantas personas portaban banderines con los nombres de individuos que nunca volverían a su patria. La gente vitoreaba y cantaba; las bandas tocaban. Allí lejos observando desde un edificio estaba mi viejo amigo Arthur Greenwood el evangelista. Nos saludamos mutuamente a distancia pero no fue posible un encuentro de cerca en esa ocasión. Luchando con mi equipaje al abandonar el barco, oí una voz que decía: “¿Usted es Daniel Snaddon?” Era otro amigo de antaño, Duncan Stevens de Glasgow; él había sido prisionero de los alemanes.

Nos llevaron de una vez a uno de los cuarteles fuera de la ciudad donde nos proporcionaron ropa, identificación, dinero y un boleto a nuestros respectivos destinos. La hora era muy avanzada cuando nos acostamos, pero no para dormir. Muy temprano desayunamos y abordamos los buses. ¡Qué emoción! Con la ayuda de Duncan Stevens llegué al tren; entre pitos y vapor dejamos aquello atrás.

Para mí esta fue la penúltima etapa del largo viaje. Por toda la vía encontramos multitudes en las plataformas del ferrocarril en ansia espera de los suyos. Al entrar en Escocia tuve esa grata satisfacción de sentir que realmente estaba en mi terruño. Cuando el tren se acercaba a la gran ciudad de Glasgow mi corazón latía más y más; yo sabía que alguien estaría esperándome, ¿pero quién?

Mi hermana Jessie y su esposo me sofocaron con abrazos. No hablamos casi nada, pero el silencio era elocuente. Otros amigos llevaron el equipaje al bus y emprendimos el viaje por calles que yo conocía bien. Tuve el placer de estar entre los míos de nuevo.