Book traversal links for Capítulo 4 Cuerpo Médico
Convicciones fuertes me prohibían usar las armas de guerra para matar, pero sería cosa insólita que un joven sano de cuerpo fuese asignado a una función no bélica. Me parecía que había una sola vía, la de declararme objetor de conciencia. Aun cuando esa posibilidad era expediente, también era desagradable. Pero con todo los principios y los ideales incrustados en el patrón de vida de uno no admitían ser rechazados en ese momento de crisis.
Llegó el día de mi citación a presentarme ante el tribunal en Edinburgo. La junta era de cinco hombres y no fue sin ningún nerviosismo que uno se presentaba ante ellos. Un juez, un profesor, dos ministros de religión y un empresario de alto perfil componían el tribunal. Ellos leyeron cartas de mi patrón, de la asamblea a la cual pertenecía y de algunos conocidos líderes espirituales que confirmaron mi profunda convicción. Leídas las cartas, me exigieron que hablara.
Muy sencillamente, y con toda la sinceridad a mi alcance, di mi testimonio acerca de las convicciones que me gobernaban y de las inviolables verdades bíblicas que estaban involucradas, y con esto me senté.
“¿Usted estaría dispuesto a entrar en el cuerpo médico?” preguntó el vicepresidente de la junta.
“Por supuesto que sí”, dije. “Lo considero un honor servir al Rey y a mi país”. Para el beneficio de mi patrón, me fue concedida una exención por seis meses y terminado ese lapso ocurrió el cambio radical. El 9 de noviembre de 1940 fui incorporado en el Royal Army Medical Corps. Fui asignado primeramente a Dalkeith cerca de Edinburgo. Fue un gran susto pasar del ambiente protegido de un hogar cristiano a las procacidades de un cuartel.
Las primeras semanas fueron una pesadilla. Para un cristiano era una experiencia confusa y frustrante enfrentar el reto de una vida en el ejército. La batalla era constante, no había alivio y el atardecer era mi mayor problema. Por años mi costumbre había sido leer y orar arrodillado antes de acostarme, pero ahora las cosas habían cambiado. Con poco entusiasmo yo leía una porción de las Escrituras con mi Biblia bien tapada y luego me metía en la cama y oraba. Me sentía muy culpable al principio pero con el correr de las noches me acostumbraba a esa modalidad. Entonces mi conciencia explotó en protesta y me di cuenta de que de alguna manera yo debería encontrar una salida a esta tibia.
El miércoles me encontré en el culto de oración de la asamblea local en Dalkeith. Terminada la reunión el señor John Fraser me invitó a acompañarle para un rato de comunión y un té. Lo percibí como una oportunidad dada por Dios mismo para compartir mi problema. Me alivié, haciéndole saber los conflictos más íntimos de mi alma. El señor Fraser se conmovió visiblemente y luego rompió un silencio que me había parecido eterno, invitándome a la oración a rodillas.
Primeramente nuestro Padre Celestial oyó la voz de la experiencia, intercediendo fervientemente por un joven hijo en la fe. Luego oyó el tartamudeo sincero de uno que se había desviado algo de la vía recta, peticiones que encontraron buena receptividad de parte del Dios de toda gracia.
Al volver con dificultad en la nieve, rumbo al cuartel, resolví que sería aquella noche o nunca.
Abrí la puerta del gran dormitorio y enfrenté la cruda realidad. El aire estaba cargado de humo y un argumento acalorado llenaba el ambiente. Risas burlonas y cantos de taberna turbaron mi alma temerosa, de manera que se me posesionaron los mismos temores que antes. Lentamente me quité el abrigo y las botas, demorándome más de la cuenta. Hubo una lucha por dentro: “No lo vas a hacer; déjalo para mañana. ¿Qué van a pensar ellos? ¿Por qué jugar el papel de ridículo sólo por Cristo?” Ese último punto resolvió toda la cuestión. Caí arrodillado, y de repente hubo un silencio sepulcral. Mi corazón daba tumbos y mi mente era un remolino. Por cuanto no podía orar, miraba por entre los dedos, curioso por saber qué pasaba. Asustado, esperé la descarga y su secuela.
A sorpresa mía, uno de los veteranos al otro lado del recinto brincó de la cama y retó a los jóvenes. “El primero en lanzar algo contra ese muchacho se las tendrá que ver conmigo. Tengo quince años en el servicio y nunca antes he visto algo como esto. Es el único cristiano que he encontrado”.
Poco a poco, los sorprendidos soldados pusieron a un lado sus misiles, dieron las buenas noches a sus camaradas y se acostaron. Era increíble. Seguí arrodillado, di las gracias al Señor y oré por mis compañeros. Con gozo en el corazón me metí entre las crudas sábanas que eran la porción de un recluta, y no obstante lo desagradable que eran, las sentía como los portales del cielo.
Llegué a amar a esos señores y me di cuenta de que respetaban la realidad. Pasadas unas semanas, nos reuníamos de noche en torno de la panzuda cocina de hierro fundido para leer la Biblia y orar antes que sonara el timbre. Muchos pedían oración por sus seres queridos y por las áreas del país que estaban siendo bombardeadas. Pude aconsejar a varios, y si bien es cierto que ninguno hizo una clara confesión de fe, tengo la confianza que voy a encontrarme con algunos de ellos en la gloria.
Aquellos días desconcertantes en Dalkeith llegaron a su fin. Recibí la orden a reportarme en un pueblito llamado Yetholm en la frontera entre Escocia e Inglaterra. Seis de nosotros nos presentamos ante el Cuerpo de Ambulancia 196 una noche miserable y fría. Contrario a lo que esperaba, me encontré confrontado por una prueba más severa que la anterior.
Asignado a dormir en el centro comunitario, yo tenía que poner mi colchón en el centro del salón porque se habían ocupado todos los espacios junto a las paredes. Fortalecido por mi experiencia ganada en Dalkeith, encomendé la situación a mi Padre Celestial y me arrodillé en el centro del salón. Se aquietaron poco a poco los setenta hombres alrededor, viendo esta iniciativa extraña, la mayoría de ellos por vez primera. Pedí fuerza y sabiduría espiritual. Unos pocos hicieron comentarios despectivos que iban a lamentar más adelante. A raíz de este testimonio descubrí unos pocos discípulos secretos en el grupo.
La mayoría nos quedamos juntos a lo largo de la guerra y tengo porqué pensar que a la postre unos pocos confiaron en el Señor como Salvador. Fueron días de despertamiento y desarrollo espiritual para mí. El sentido y el valor de mi fe alegraron mi corazón. Lo que antes había sido más que todo una teoría placentera, ahora era una viva realidad, un estilo de vida. Se agrandó mi concepto de la Persona y del poder de Cristo en la medida en que le vi obrar en mi propia vida y en la de otros.
Por otro lado, fue una experiencia desconcertante cada vez que veía cuán lejos podía una persona desviarse cuando estaba libre de la influencia del hogar y la familia. Aun algunos cristianos profesantes fueron seducidos a los barriales del pecado. Uno lloraba por ellos. Sentía que el Señor me había puesto entre ellos con un propósito. Yo oraba por ellos y daba gracias a Dios por aquellos que respondieron a los favores. Muchas sendas torcidas fueron enderezadas y algunas ovejas extraviadas traídas al redil.
En 1941, ubicados temporalmente en Gales, en Presteigne, recibimos las noticias que habíamos esperado por buen tiempo: íbamos a ultramar. Aun sabiendo que el aviso tenía que llegar, nos dio una sacudida. Ya nos estábamos dando cuenta del verdadero sentido de nuestro adoctrinamiento y preparación. En esta coyuntura el consuelo de las Escrituras fue incalculable; uno de los pasajes que asumió especial relevancia fue: “Como tus días serán tus fuerzas”, Deuteronomio 33.25.
Una visita breve a casa marcó el fin de un año de entrenamiento. Antes de dejar yo a mi madre para abordar el tren, ella me llevó aparte y me dijo: “Hijo, acuérdate que a las 8:00 cada mañana yo me acercaré a tu cabecera y oraré por ti”. Con un tierno abrazo y un beso amoroso, la dejé a llorar calladamente. Gracias a Dios por las oraciones de Mamá y por ese lugar de encuentro. Dondequiera que fuera en el mundo, yo intentaba calcular la hora del día en aquel hogar y, de ser posible, la acompañaba ante el Trono de la Gracia.