Book traversal links for Capítulo 11 Cristo La Respuesta
Era 1943. No importa qué mes, simplemente 1943. Los días eran sombríos y las cargas se tornaban más pesadas. El ánimo de los presos estaba muy bajo debido a que las condiciones locales y, peor, las malas noticias de afuera. Quizás íbamos a ser esclavos de por vida. Llegué a la conclusión que si uno iba a sobrevivir, tendría que darse por completo a las necesidades del prójimo y valerse de la fuerza y el coraje del Padre Celestial.
El mandamiento de amar al prójimo es difícil en todo momento, pero muchísimo más en días adversos y de tensión aguda. “¿Cómo puedo amar a otro?” me preguntaba. Amar a otro era más complicado de lo que yo me había dado cuenta. Después de mucho ejercicio espiritual encontré que podría amar a mis compañeros en el campo no obstante haberlos conocido crudos. Al extender mi amor casi al límite yo podría amar también a los nacionales al otro lado de la cerca de alambre, a pesar de que ellos habían puesto al descubierto a algunos buenos muchachos que intentaron escapar. Me quedaba un obstáculo grande: los japoneses. ¿Podría amarles a ellos también?
No era posible esquivar el asunto, ni había cómo dar la vuelta para evitarlo. La Palabra de Dios manda claramente: “Amad a vuestros enemigos; bendecid a los que os persiguen”. Pasé noches sin dormir luchando con esta cuestión y con Dios; seguramente había excepciones a este mandamiento. El resultado de este ejercicio espiritual fue que acepté la grande y dolorosa verdad de que todos los hombres, no importa el color de su piel ni lo pervertido de su naturaleza, eran mis prójimos y yo debía amarles por el nombre de Cristo.
En aquellas condiciones abortivas, nació mi deseo de presentar al pueblo japonés el evangelio de Jesucristo. Habiendo llegado yo a estas conclusiones, se me quitó una gran carga y la paz de Dios entró en mi corazón. Mi convicción recién descubierta iba a ser sometida a prueba más pronto de lo que yo pensaba, ya que los acontecimientos del Capítulo 1 caben aquí cronológicamente.
En agosto de 1943 me encontré ante un grupo de hombres demacrados y desmelenados. Difícilmente se ha podido encontrar en cualquier parte unas criaturas tan desesperadas. Por supuesto, el predicador no difería en nada de su auditorio. Puse delante de ellos un poderoso texto de cuatro palabras.
“Mi texto esta noche es muy sencillo”, comencé. “Sólo cuatro palabras: ‘No temas, cree solamente’. Quiero que visualicen la escena de un padre con el corazón partido acercándose a una fuente de la cual él iba a recibir consuelo, ayuda práctica y simpatía. Todas sus esperanzas y ambiciones estaban por el suelo; sus sueños se habían desvanecido. La flor de su hogar había sido quitada en su frescura y hermosura. La muerte había dejado su inevitable cicatriz sobre un hogar antes tranquilo. Su hija de doce años estaba muerta”.
“Su necesidad era grande, pero él creía que podía ser satisfecha y por eso acudió a Jesús. Sus siervos intentaron desanimarlo: ‘¿Para qué molestas más al Maestro?’ Él se hundió en la profundidad del abatimiento, aparentemente nadie se interesaba ni podía ayudarlo. Allí estaba, solo y desamparado, un cuadro de miseria. Entonces llegaron las palabras del Maestro a través de la bruma de la incertidumbre: No temas, cree solamente”.
“Desapareció de su rostro la desesperación y se le fue la carga. Él siguió con denuedo al Maestro y gozosamente recibió a su hija con vida nuevamente. Su fe fue premiada, sus esperanzas renovadas. No temas, cree solamente”. Los ojerosos se animaron perceptiblemente y unas pocas lágrimas cedieron a ligeras sonrisas mientras el Espíritu hincaba la Palabra de Dios.
Proseguí: “¿Cuántos de nosotros hemos perdido el coraje como aquel hombre? Nuestras esperanzas han sido defraudadas y nuestras ambiciones se han hecho añicos a nuestros pies. Nos arrancaron la juventud y muchos aun estamos marchitos. Nos damos cuenta de que nos estamos hundiendo, estamos cansados y deprimidos. La malaria, disentería y fiebre nos halan hacia abajo y nos dejan abatidos. Pero a través de la neblina de la incertidumbre, cual rayo de sol que cae sobre nuestras vidas oscurecidas, vienen las palabras de consuelo dispuestos a darnos confianza y a levantar nuestras esperanzas. No temas, cree solamente”.
“Nunca los hombres han sido sujetados a estas privaciones, nunca se ha exigido tanto a seres humanos y se les ha dado tan poco. Nuestra fe ha faltado y nuestros espíritus están de capa caída. Pero no se desanimen, tengan ánimo. ¡Escuchen! ¡Escuchen! ¿No oyen las palabras de consuelo para los enfermos, las palabras de estímulo para los cansados? No temas, cree solamente”.
Fueron momentos como estos que los mantuvieron a muchos llenos de esperanza en la hora más oscura. La Palabra de Dios era preciosa en esos días.