Book traversal links for Capítulo 17 Bomba Atómica
El 6 de agosto de 1945 el mundo entró en la era atómica. Los aliados habían depositado su novedad atómica sobre Hiroshima con consecuencias desastrosas. Desaparecieron de un todo tanto gente como edificios, y otra multitud quedó mutilada y quemada en ese infierno. Las repercusiones que se extendieron por el mundo entero no eran de compararse con el shock que sintieron los soldados japoneses. Nunca habían esperado esto, ya que una derrota era inconcebible. Ellos habían sido víctimas del propagandismo.
Lentamente y a regaños los nipones habían cesado de luchar; todo estaba quieto en las fronteras del sureste de Asia. El chillido de los bomberos en picada, el silbido de los proyectiles, el golpe de las bombas en su explosión y el penetrante traqueteo de los fusiles: todos estaban en silencio ahora. Era un silencio inquieto.
Al principio los nipones en la Península de Malaya rehusaron obedecer las órdenes de Tokío. Esto dejó en una posición muy precaria a los prisioneros bajo su mando. Hubo un lapso de varias horas cuando nuestra suerte estaba en la balanza, y sólo fue por el despacho muy apresurado de un enviado especial de Tokío a Singapur que la guarnición fue persuadida a deponerse de las armas. Su entrega a la postre dio gran alivio y regocijo en las vidas del remanente de prisioneros aliados severamente lisiados.
Cuando los convocados comandantes aliados fueron escoltados a la presencia del general japonés, éste anunció muy solemnemente que para ellos la guerra había terminado pero para él apenas había comenzado. Ese oficial había permitido y consentido las atrocidades que se cometieron bajo su mando. Más de una vez se había pavoneado pretenciosamente en los asquerosos encierros, desdeñoso ante la condición de las víctimas de la crueldad. Ahora se quedaba humillado delante de aquellos que había tratado como animales. Señalando una foto de su esposa e hijo juntos con un gran perro pastor alemán, preguntó: “¿Qué de ellos ahora?” Si la pregunta se hizo para evocar simpatía de los oficiales aliados, no logró su propósito. Asumiendo de una vez el mando que habían anticipado, ellos sacaron de los lugares menos esperados demandas por, entre otras cosas, la liberación de todos los presos que se habían guardado incomunicados, un aumento en la ración alimenticia y los suministros médicos que tanta falta hacían.
El lenguaje humano no puede describir la condición lastimosa de los prisioneros liberados de la detención solitaria. Cómo lograron sobrevivir es una historia que a lo mejor nunca será relatada. Poco a poco hombres llegaban de lugares distantes con sus corazones aliviados pero sus cuerpos rotos, cargando consigo sus escasas pertenencias y sus colegas enfermos. Aquellos que habían sido heridos al cavar los túneles en los cerros fueron traídos lentamente a la base. La llegada de estos varios grupos en condiciones físicas atrofiadas me hizo recordar los días oscuros en las junglas de Tailandia y especialmente a un cierto joven inglés que fue encomendado a mi cuidado. Varios meses antes se quebró la espalda y debido a la carencia de instalaciones médicas padecía de grandes escaras en las nalgas. Yo podía hundir mi puño en ellas pero afortunadamente él no sentía dolor. Estaba paralizado desde la cintura para abajo. Fue sólo una de las tragedias humanas que estaban allí en la mayor miseria.
Casi a diario nos visitaban aviones británicos. Uno de los primeros en sobrevolar esparció panfletos titulados A todos los prisioneros de guerra aliados. Decían: “Las fuerzas japonesas se han entregado incondicionalmente y la guerra ha terminado. Les haremos llegar provisiones tan pronto como sea humanamente posible y haremos los arreglos para evacuarlos a ustedes, pero, debido a las distancias involucradas, posiblemente pasará buen tiempo antes de que esto se realice. Ustedes se ayudarán a sí mismos y a nosotros si hacen lo siguiente: (1) Quédense en su campamento hasta que reciban otras órdenes de nosotros. (2) Comiencen la elaboración de una lista del personal, con amplios detalles. (3) Anoten sus necesidades más urgentes. (4) Si han padecido de hambre o han estado desnutridos por largos períodos no consuman grandes cantidades de alimentos sólidos, frutas o legumbres al principio. Hacerlo es peligroso. Cualesquier donativos de comida de parte de la población deben ser cocidos. Queremos que lleguen sanos y salvos a sus hogares pronto, y no queremos que arriesguen la posibilidad de diarrea, disentería y cólera en esta etapa final. (5) Las autoridades locales y/o los oficiales aliados se encargarán de sus asuntos dentro de muy poco. Guíense por los consejos de ellos”.
Por el tiempo que estos aviones amigos volaban a poca altura sobre el encierro, aviadores jóvenes y atrevidos estaban parados en sus puertas abiertas, saludando y lanzando periódicos y chocolates. Fue patético ver a los más enfermos llorar como niños la primera vez que los aviones sobrevolaron, levantándose de sus lechos como mejor podían para salir de su choza y saludar a los visitantes. Algunos se cayeron por estar tan débiles, o aun no lograron pararse. Cuerpos altos pero demacrados temblaban de emoción como hojas en el viento. Hombres con los ojos hundidos, unos ojos que tiempo atrás habían perdido el brillo de la juventud, intentaron en vano obviar su aspecto ojeroso y revertir los años que les fueron arrebatados a causa de sus sufrimientos.
Una vez pasado el primer estallido de emoción, muchos de los que habían salido de sus huecos no tenían fuerza para regresar. Se quedaron exhaustos pero felices, y tuve que dedicar una hora entera para ayudarles a volver a sus catres o camas. Aquellos que estaban en condiciones de hacerlo hablaban sin parar de los días felices por delante.
Aquel emocionante día tenía que terminar. El sol se puso en glorioso resplandor carmesí allá en el horizonte lejano. La oscuridad echó su manto sobre el campamento y nuestros espíritus se elevaron en éxtasis en la medida en que nuestros corazones captaron la verdad de una venidera liberación. Dentro de muy poco se acabaría la orden Apáguense luces que se oía cada noche por todo el campamento. Por casi cuatro años la bandera de las Fuerzas Imperiales Japoneses había flameado orgullosa y desafiadamente en su asta muy arriba en la muralla. A lo mejor ese hecho alegraba a los japoneses y a sus colaboradores pero sirvió para deprimirnos a nosotros que sentíamos el talón de hierro de la opresión. Hoy se había quitado sin ceremonia; el asta estaba desnuda.
Sobre estas mismas murallas donde cada noche se encontraba un corneta para sonar la orden de apagar las luces, esta noche estaba un corneta nuestro. Pronto el aire estaba cargado de agradables tonos argentinos y un silencio descendió por magia sobre una gente que había conocido cuatro años de cautiverio. Para todos nosotros esta fue la música más dulce que jamás habíamos escuchado. Cuando se estaba perdiendo en el aire nocturno sentí un nudo en la garganta y debo confesar que unas pocas lágrimas de gratitud corrieron por mis arrugadas mejillas. Pasados ya el entusiasmo y la emoción del momento, me perdí pacíficamente en el mayor reposo que había conocido en años.
Con el amanecer de otro día hubo una mayor actividad en el encierro. El evento más importante en los procedimientos fue el de alzar el pabellón. Las autoridades médicas me honraron con ser el representante de nuestra área en la ceremonia. Milagrosamente apareció una camisa vieja; un short nada elegante y una cachucha vieja sirvieron de complemento. Esas prendas de vestir fueron lavadas a prisa y temprano en la tarde salí airosamente del campamento vestido con ellas, pero descalzo. Sin embargo, nadie había caminado con la cabeza tan en alto.
Unos veinte de nosotros nos formamos sobre la muralla de la torre al pie de las astas, cada cual en representación de un determinado grupo. El capellán estaba presente y los cornetas también. La ceremonia comenzó con el antiguo himno:
Castillo fuerte es nuestro Dios,
defensa y buen escudo;
con su poder nos librará
en este trance agudo.
Después de una oración breve, los cornetas coparon el aire con toques argentinos, sin duda inspirados por la grandeza y la felicidad de la ocasión. Pronto las notas de triunfo estaban sonando y resonando entre las muy usadas chozas de bambú. Lentamente se alzaron las banderas británica, norteamericana y holandesa hasta el tope de las respectivas astas ante la mirada de miles de hombres. Cada mecate suelto, las banderas ondeaban regiamente en la brisa y miles de voces se levantaron en una aclamación que hizo vibrar la torre y se intensificó hasta que parecía que los cielos iban a vibrar también.
Las lágrimas corrieron sin reparo por las mejillas mientras yo contemplaba esos emblemas de paz y seguridad; fue una de mis experiencias más memorables. Ahora nos encontrábamos seguros contra todos nuestros enemigos. Mucha era mi gratitud al Señor por vivir en el Occidente donde había al menos cierta semejanza de honor a Él y donde imperaba cierta medida de seguridad.
En toda la emoción de ser liberado yo no dejaba de dar gracias a mi gran Dios. No obstante todos los incidentes que precipitaron la culminación de la guerra, yo estaba convencido de que Él había impuesto su voluntad. Mi alabanza y mi gratitud eran sinceras y nunca en mi vida había yo estado tan agradecido.
“Las cosas aquí están cambiando rápidamente”, escribí en mi diario el 5 de septiembre de 1945. “Los hombres están comenzando a darse cuenta de que están libres. El ritmo de los eventos está acelerándose a diario. La Marina llegó a Singapur ayer y esto fue motivo de mucha conmoción en el campamento”.
Los oficiales navales lucían aseados y buenos mozos en sus inmaculados uniformes blancos y algunos de ellos portaban cestas de toda suerte de artículos suntuarios. El pan casero, del cual comimos con moderación, nos sabía a torta. Tan rico era a nuestro paladar que rehusamos la mantequilla y la mermelada que nos ofrecían. La leche en polvo era otro lujo; para nosotros, nada de mezclarla en agua, sino simplemente masticarla hasta que nos dolía la mandíbula. Eran días fabulosos, y agradecíamos el más mínimo favor. ¡Cómo respondió mi corazón a la bondad de nuestros libertadores!
Mi diario registra este incidente: “Un australiano, no obstante haber pasado tres años sin comer adecuadamente, consumió en una noche todo el contenido de su cesta de la Cruz Roja: once libras, más sus raciones normales de la cocina. Fue ingresado al hospital con dolores severos y pasó un tiempo con su vida en la balanza antes de recuperarse”.
“Los hombres se comportan como niños en estos días”, escribí. “La ropa nueva está de boga y desfilan en camisas de todo color, talla y estilo con sus medias, shorts y botas. Se ríen, bromean y platican; todo el mundo está en la máxima expectativa. Muy diferente a hace pocas semanas”.
Revertidos los papeles de los aliados y los nipones, me encontré en muchas situaciones nuevas. Los japoneses, bajo la supervisión de la tropa india (hindú, etc.), realizaban ahora algunas de las tareas que antes correspondían a los prisioneros aliados. Me sentía triste y avergonzado ante la conducta de algunos que abusaban brutalmente de sus prisioneros como venganza por lo que había sucedido en el pasado. Sentía enfáticamente que nosotros que éramos del cristianismo debíamos dar buen ejemplo a nuestro enemigo. No obstante largas conversaciones sobre este tema no logré convencer a mis paisanos que debíamos manifestar algo del amor de Dios en vez del odio del hombre.
Se obraron milagros en algunos de los pobres enfermos cuando se dieron cuenta de la realidad de su libertad. Cayeron las esposas de las aflicciones de algunos que nosotros dábamos por incurables. Aun cuando quedábamos pocos del grupo original, los que estábamos nos regocijábamos en la inconcebible perspectiva de reunirnos con aquellos que amábamos.