Book traversal links for Capítulo 6 Prisionero De Guerra
De veras es espantoso darse cuenta de que uno es un prisionero de guerra en manos de un enemigo inhumano. Durante la campaña en Malaya los japoneses no tuvieron misericordia, ejecutando a todos sus prisioneros a sangre fría. El correo subterráneo había traído muchos informes de cómo el enemigo había manifestado un desdén absoluto por la vida humana. Afortunadamente, nosotros estábamos tan ocupados con la atención a los enfermos y heridos, y hasta acostumbrarnos a las condiciones nuevas, que no nos dábamos plena cuenta de lo que podría suceder.
Ante una cosecha record de setenta mil prisioneros, difícilmente podrían los japoneses llevar a cabo su política inicua y nefanda de exterminar cada uno. Tenían que encontrar algo nuevo ─ y lo hicieron, como lo dejarán en claro los capítulos siguientes.
Nuestra breve estadía en la isla de Singapur fue menos exigente que las experiencias posteriores. No obstante las condiciones primitivas y el hacinamiento, pudimos sufrir una suerte peor, aunque en ese momento era difícil pensarlo. En medio de toda esa confusión ─y en verdad todo era caótico─ emergió un espectro horrible: el hambre.
Poco después de la rendición de Singapur los japoneses destaparon su “arma secreta”. Todos los alimentos europeos fueron confiscados y en su lugar apareció el arroz. Se nos daba una taza de arroz hervido para el desayuno, el almuerzo y la cena. Uno casi sentía que el cuerpo quedaba sin fuerzas y que la carne se le disolvía en los huesos. Largas horas de trabajo y condiciones sanitarias inadecuadas aumentaban los viciosos males que atacaron nuestros cuerpos extenuados.
Como un insulto por encima del abuso, nuestros captores confiscaron todos los suministros médicos, dejándonos solamente un mínimo rudimentario. El capoc usado como forro en las chaquetas salvavidas hacía las veces del algodón en rama. Este material no absorbente, útil para impedir el pase de agua, tenía que usarse para limpiar las llagas purulentas. Era increíble cómo el personal médico se adaptó a este nuevo ambiente, y no sin una cierta medida de éxito.
Es inolvidable la experiencia de vivir en un gueto de prisioneros. Dormíamos con la cabeza contra los pies del otro, en un ancho de cincuenta y ocho centímetros asignado a cada uno. En la noche nadie dormía tranquilamente y cada cual daba vueltas intentando consciente o inconscientemente protegerse de las picaduras viciosas de los piojos, las pulgas y los chinches. El hedor de los cuerpos sudados, sin lavarse, era insoportable. El agua estaba racionada estrictamente. Miles de zancudos, con el zumbido de sus alas resonando en los oídos, descendían como bombarderos sobre los cuerpos indefensos para extraer la sangre vital y a la vez inyectar el mortífero tóxico portador de malaria. La fiebre llegó a ser uno de los asesinos más temidos en nuestros cuarenta y cinco meses de detención.
Se hizo más evidente la depravación del corazón humano. Vivir en semejante hacinamiento con hombres de todo estrato de la sociedad era deprimente, por decirlo suavemente. Yo nunca hubiera creído lo que sucedía al quitar la influencia del hogar, la religión y los amigos. Al ver el corazón humano con la tapa quitada, me asombré y me di cuenta de lo acierto de la Biblia es acertada al decir que “engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso”. Había hombres, sin la chapa y el barniz de la sociedad moderna, que se comportaron como bestias. Pronto descubrí que las circunstancias desastrosas despiertan lo mejor, o lo peor, en un hombre.
Yo estaba enteramente convencido de que ninguna cantidad de reforma jamás podría curar el pecado en el corazón humano; sólo la gracia de Dios y la sangre de Cristo podrían hacerlo. Me era repugnante ver cómo se blasfemaba constantemente el precioso nombre del Salvador. Y, por supuesto, el vocabulario en general de la mayoría de los hombres se volvió restringido y casi cada segunda palabra venía acompañada de una obscenidad. Esto, con otras situaciones, casi me hizo perder el equilibrio. Creo que la adaptación a estas circunstancias, nuevas para mí, fue el principal reto que encontré hasta este punto. Pero en honor a la verdad uno debe decir también que, no obstante el colapso moral, hubo otros que ascendieron a las alturas del sacrificio humano para aliviar el sufrimiento de los más desafortunados.
Durante ese lapso varios cristianos se reunían para orar y estudiar las Escrituras. El estímulo que dio el solo hecho de estar aun unos pocos minutos con aquellos de la misma preciosa fe, fue una de las mayores bendiciones de mi vida. En esa coyuntura un joven judío llegó a conocer el grupo. Estaba en el hospital para la amputación de una pierna, y todos nosotros testificábamos a David cuando se presentaba la oportunidad. Se desarrolló en él un sano apetito por la Palabra y en breve confesó a Cristo como su Salvador. Contando con su conocimiento del Antiguo Testamento y las costumbres del Oriente, él interpretaba las Escrituras de una manera refrescante. Su rostro resplandecía y sus ojos transmitían la luz del cielo cuando hablaba del Señor. David progresó rápidamente; no he visto a otro con tanta hambre por la Palabra.
Ese joven fue dado de alta y volvió a sus amistades. Al notar su ausencia del grupito cierta noche, se elevó mucha oración por él. No lo vimos por varios días y luego supimos que el joven no pensaba buscar más nuestra comunión. Posteriormente supimos que el rabino y otros le habían presionado para que negara de un todo la fe cristiana y al Señor Jesús a quien, a nuestro entender, él amaba. Esto fue un golpe duro para el grupo y motivo de examen propio, pero para la mayoría sirvió para fortalecer nuestra fe mientras echábamos las raíces más abajo en las verdades esenciales de nuestra herencia cristiana.
Se tramaron muchos complots para escapar de las esposas del encarcelamiento durante aquellos días de tanta presión. Muchos de esos esquemas nunca fueron llevados a cabo ─sus posibilidades eran casi cero─ y si alguno fuera descubierto, las consecuencias serían peores que la muerte.
Los anglo-orientales tenían las mejores posibilidades de huir, o así lo pensaban. Habiendo hecho preparativos a lo largo de varios meses, y ayudados con dinero y materiales desde adentro, ellos se escaparon a través del alambre de púas. Su ausencia fue ocultada al pasar lista aquella noche pero descubierta en la siguiente.
Finalmente, los prófugos fueron encontrados y se les azotaron tan intensamente que fueron llevados de nuevo al hospital bajo custodia. Cuando los hombres evidenciaron cierta mejoría, fueron quitados de allí. Un poco después, el coronel a cargo del hospital y unos pocos de sus subalternos fueron llevados por los japoneses a un lugar lejano. Para su horror encontraron a aquellos hombres parados a la cabecera de sepulcros que ellos mismos habían cavado a juro. Fueron fusilados a sangre fría por un escuadrón japonés y sus cadáveres tirados en montones en aquellos hoyos recién abiertos.
Al día siguiente el asustado coronel nos reunió para relatarnos la historia horripilante, advirtiéndonos que en el futuro cualquiera que fuera descubierto en un intento de fugarse seguramente sufriría la misma suerte.
Poco después de ese incidente los nipones presentaron un documento que prohibía cualquier intento de escapar e insistieron que cada cual lo firmara. Los oficiales y la tropa rehusaron. A los captores nunca les faltaba una represalia y en esta ocasión respondieron en seguida con una.
A los prisioneros ─14.860 de ellos, excluyendo los hospitalizados y el personal del hospital─ se les obligaron a ocupar un encierro de alambre de púas que medía 87 metros por 55. En tiempos normales la misma área abrigaba seiscientos hombres. Se habían montado ametralladoras en los rincones del cercado y reflectores que lo alumbraban en horas de la noche. Las condiciones eran horribles en el mejor de los casos y pudieran deteriorado rápidamente en una catástrofe.
Los hombres tenían que comer por turno. Nadie podía acostarse o siquiera sentarse excepto por turno. El cuarto día hubo un brote de disentería que se esparció rápidamente, amenazando a todos. El comandante de las tropas británicas y australianas fue obligado bajo coacción a firmar una declaración de no escapar. De otra manera los descorazonados japoneses habían amenazado a incorporar en ese infierno a los hospitalizados y a sus custodios.
Fue una muchedumbre variopinta que abandonó aquellos portales de la muerte; varios habían sucumbido ya. Aquellos caminaron como mejor podían, llevando consigo sus escuálidas pertenencias. Aunque tenían las piernas hinchadas y los ojos enrojecidos por no dormir, ellos arrastraron sus agotados cuerpos a través de los polvorientos kilómetros. Algunos hasta cantaron cánticos de guerra; estaban derrotados pero no conquistados.