Capítulo 9 Viaje A Lo Desconocido

Los japoneses eran maestros del subterfugio. La Fuerza H iría al norte, a los collinos; les tocaba un descanso después de su largo asedio en Singapur. “Lleven consigo sus objetos deportivos e instrumentos musicales para aprovecharse de los largos días de relajamiento”, nos dijeron.

La Fuerza H estaba deprimida. La mayoría de los físicamente sanos ya habían salido al Norte. Muchos de los enfermos habían sido incorporados en esa cuadrilla laboral, y fue una columna de hombres en triste y desgreñada condición que salió del cuartel y se montó en los camiones. La carga era de esqueletos vivos que se aferraban a sus pequeños bultos que contenían los efectos personales.

El paso por las calles de la ciudad de Singapur fue aceptable. Los habitantes parecían amistosos y no nos escupieron ni lanzaron piedras como en algunas ocasiones anteriores. Obviamente estaban hastiados de las promesas huecas y de la coprosperidad. A la postre llegamos a la estación del ferrocarril y esperamos el tren. Con las promesas de los nipones resonando en los oídos y los dientes de oro exhibidos por las sonrisas de los guardias, esperábamos contar con un buen transporte a nuestro campamento en los cerros frescos.

Cuando un tren de carga frenó ruidosamente en la plataforma, no dimos importancia al detalle, pero pronto nos dimos cuenta de que éste era nuestro medio de traslado. El volumen de cada vagón era de aproximadamente la tercera parte de lo que es un vagón americano. Hechos de acero, cada uno tenía que acomodar treinta y cinco hombres con sus pertenencias. Nos metieron como ganado, con uno que otro golpe de rifle si el progreso parecía lento. Una vez hecho esto, cerraron y sellaron las puertas, excepto por una abertura de cinco centímetros para ventilación.

Por unos pocos minutos nos quedamos mudos por el susto, en la semioscuridad. Después del espacio libre de Changi nos parecía que nos exprimirían en esta inconcebible prensa. Pronto el tren arrancó, enfrentándonos violentamente a la realidad. Sonaron pitos, gritaron guardias y nuestra cápsula de muerte se adelantó a bandazos. El ruido era ensordecedor; parecía que las ruedas eran cuadradas; y, a medida que entramos en el brillo del sol el vagón se convertía en un horno.

Enceguecidos por nuestro sudor y nauseados por el hedor de treinta y cinco cuerpos sucios, estábamos agotados físicamente y aplastados mentalmente. Sudamos, refunfuñamos, peleamos y discutimos. Los nervios estaban muy de punta. Sin agua, sin comida, era casi imposible sobrevivir. La casi absoluta falta de medidas sanitarias trajo muy de cerca las enfermedades y la muerte. En el día estábamos casi asados y en la noche a riesgo de perecer helados.

El viaje parecía interminable; por siete días y siete noches esta ruidosa, cruda cápsula sacudió su carga a través de una selva casi continua rumbo a una oscuridad desconocida. Nuestra única alimentación era arroz agrio cubierto de moscas azules y nuestra bebida el agua grasosa procedente en mayor parte de la caldera oxidada de la locomotora. La mayoría de los jóvenes que salieron de Changi no sobrevivieron para ver el fin de ese episodio.

Durante aquellos días de crisis yo agradecía la fe que se sembró en mí cuando joven. Era vibrante y sustentadora, una fe viva que no podía ser apagada por cárcel, fuego o espada. En este negro valle de la sombra de muerte yo siempre encontraba a mi precioso Salvador con los brazos abiertos para recibirme cual hijo temblante. Cantaba a susurros:

    Mi mano ten, la vía es tenebrosa,
    si no la alumbra tu radiante faz;
    por fe yo alcanzo a percibir su gloria.
    ¡Cuán grande gozo! ¡Cuán profunda paz!

Desembarcamos en Bangkok, nuestro número disminuido ya. Nos arrearon de una vez a un campamento intermedio que no era más que unas pocas chozas de paja plagadas de moscas y sucias como lo logran solamente unos asiáticos sin preparación alguna. Se nos dio el arroz acostumbrado y nos mandaron a descansar. Era imposible hacerlo. No había ninguna posibilidad en ese sol abrasador con la hediondez del excremento que otros ocupantes habían dejado atrás y la presencia de huestes de insectos de toda índole.

Con las cantimploras llenas, marchamos hacia la noche tailandesa y lo que sería una procesión de muerte para unos cuantos. Por diecisiete noches nos arrastramos a través de la jungla inhóspita. Los guardias japoneses nunca caminaron lentamente, ellos tenían que cumplir su itinerario. Por nuestra parte, cargamos lo poco que era nuestro, y de los palos llevados por dos estaban suspendidos las herramientas y los diversos utensilios. Al caer un palo, el más cercano lo aguantaba. Al resbalarse, un preso recibía abundantes golpes de los rifles de los guardias. Otros, al caer, no volvieron a levantarse y no los vimos más.

Parábamos la marcha cuando el sol estaba en su cenit. Dormíamos por estar totalmente exhaustos, y los tais hurtaban nuestros escasos bienes. Las moscas, portadoras de enfermedades, protestaban nuestra invasión, o se presentaban para alimentarse de nuestra suciedad. Por diecisiete noches consecutivas avanzamos a tumbos, cayendo y prosiguiendo para no perder la vida. Nos agachábamos para pasar por debajo de las ramas bajas; luchamos en barro hasta las rodillas; resbalamos sobre vides; sufrimos cortaduras en los pies penetrados por clavos de bambú. Además de todo esto, aguantamos las voces chillonas de los guardias despiadados con su continuo grito: Speedo, all men speedo (aproximadamente: “Apúrense, todos apúrense”).

Pero en toda esa odisea el compañerismo era máximo. Los nipones gritaban y abusaban; los tais se reían y hurtaban; nosotros esperábamos y orábamos por mejores días y proseguíamos en la marcha en accidentadas columnas hacia un destino desconocido.

Nos paramos en un punto que no figuraba en el mapa. La jungla era espesa, cargada de enemigos potenciales y llena de zancudos mortíferos. Aun cuando habíamos marchado toda la noche, en pocos minutos todo el mundo estaba ocupado en la tala de árboles y de bambú. Una vez ensanchado el claro, se levantaron unas pocas carpas porosas y por ese medio supimos que se había establecido el notorio campamento de Tonshon Sur. Ahora sabíamos cuál era nuestro papel en los planes de los captores: participaríamos en la construcción de lo que sería el infame Ferrocarril de la Muerte.