Capítulo 16 Correo Subterráneo

Después de cuarenta y dos meses prácticamente aislados del mundo afuera, las noticias que recibíamos por la radio clandestina eran temas de conversación interesante para nosotros. En el pasado se transmitían noticieros pero sospechábamos que los boletines eran redactados tanto para levantar los ánimos como para comunicar la verdad. También, al dar noticias genuinas, se las intercalaban entre material tan alejado de la verdad que su sentido era oscuro.

Y con buena razón. Nuestros oficiales no querían que los japoneses supiesen de la radio clandestina aun cuando tenían gran sospecha que había tal cosa. Al pasear por el campamento su inteligencia escuchaba cada palabra, y han debido divertirse por las ridiculeces que oían. Por supuesto, sabíamos que un espía estaba cerca, y nuestra imaginación inventaba toda suerte de cuentos acerca de batallas que no admitían ser reconocidas. Seguramente nuestros captores se reían ante nuestra supuesta ignorancia, orgullosos ellos de la eficacia de su “bloqueo informativo” en cuanto al acontecer mundial. Pero en el cuadro magno ellos desconocían más que nosotros, objetos de una dieta constante de propaganda atroz.

Ahora las cosas habían cambiado un poco para nosotros. Era evidente por los informes de la radio clandestina que el rumbo de la guerra estaba en transición. Las noticias eran más animadoras. Fue más o menos en aquellos días que se nos informó por vías dispersas que la marina norteamericana había quebrantado la espina dorsal de la Gran Flotilla japonesa. Fue un detalle estupendo, junto con el hecho de que se había terminado la guerra en Europa, y a cada uno nos dio una nueva clase de estímulo.

En medio de este regocijo secreto ─porque no nos atrevíamos a exhibir nuestra exuberancia─ había un pensamiento triste. La capacidad de lucha de los japoneses era impresionante y el entrenamiento de los soldados jóvenes estaba intensificándose visiblemente. Nunca había estado más en alto la moral de las tropas nipones. Todo esto, junto con nuestro conocimiento del vasto sistema de defensa, se les presentaba como un enemigo formidable, fuerte numérica y estratégicamente. La creciente arrogancia de los japoneses hacía ver que eran víctimas de una propaganda intensa. Los expertos en el lavado de cerebros habían obrado bien, y con una presunción insólita ese pueblo sentía y actuaba como si su nación fuera el Número 1 en el mundo.

Fue más o menos en ese entonces que nos redujeron las raciones alimenticias, cosa que nos dio a entender que al enemigo se le hacía difícil traer los suministros por mar. Aunque esto no hizo nada para aliviar los dolores frecuentes en nuestros estómagos vacíos, nos levantó la moral sobremanera. Ese tipo de razonamiento, aunque sujeto a cierta duda, ayudó a que los días fuesen más tolerables, alivió el estrés de una encarcelación que parecía interminable y aumentó nuestras esperanzas de que por fin se acercaba una liberación.

Los trabajos en los túneles y con las pistas nunca cesaron; todo era como de costumbre y “Rápido, todos van”. En realidad los japoneses nos estaban presionando más severamente que en cualquier otra etapa desde nuestro regreso a Singapur y cada día su actitud se tornó más beligerante.

Cierto día uno de los oficiales me dijo que las cosas estaban acercándose a un clímax y que era solamente una cuestión de tiempo hasta que los aliados tomaran a Singapur. Mientras tanto los japoneses se ocupaban en intensos preparativos. Se armaban y colocaban grandes cañones y a diario aumentó la actividad en el aire. Era obvio que el comando japonés esperaba tener que defender la fortaleza estratégica que era esa isla.

Ahora nos visitaban a menudo en la isla los aviones del Southeast Asia Command en la India. Al principio el fuego ack-ack era intenso pero no muy acertado, pero con el correr del tiempo ese fuego disminuyó y no había tantos aviones en el aire. Las horas de la noche comenzaban a resonar con el trueno de la revolución de los motores de aviones que estaban por despegarse. Se iban y nos consolábamos y nos animábamos el uno al otro con el pensamiento de que habían sido asignados a otros teatros de la guerra donde nuestros enemigos estaban en apuros. Por segunda vez en cuatro años se estaba desguarniciendo a Singapur de su poderío aéreo. Primeramente los británicos lo hicieron para fortalecer sus fuerzas atribuladas en el medio Oriente, y ahora los japoneses tenían que fortalecer sus defensas golpeadas en el Pacífico.

Los japoneses eran un misterio para nosotros; no podíamos descifrarlos. Nunca sabíamos cómo razonaban y su actitud en general cambiaba tan bruscamente que nos equivocábamos con frecuencia. Aprendimos por experiencia amarga que era imposible comprender plenamente la mente oriental. Esto es comprensible al darse cuenta de que la nación japonesa ha estado abierta a la civilización occidental por menos de un siglo. Casi no estaba expuesta al evangelio de Jesucristo que ablanda el corazón y fija nuevas normas éticas, así que aun cuando estaban en alto las esperanzas, rondaba en mi mente el pensamiento de que las tropas niponas podrían comportarse como enajenados y disparar contra nosotros los prisioneros. Era posible razonar que estaba viviendo los últimos días de mi vida, no obstante haber sido salvado de la muerte tantas veces.

Un día saqué a pasear a un enfermo cerca del perímetro de alambre de púas cuando alguien del campamento principal apareció repentinamente desde detrás de una de las chozas y nos dio un exuberante gesto que en inglés llamamos “pulgares arriba”. El entusiasmo del gesto y lo radiante del rostro de aquel hombre obviamente comunicaban un mensaje. Y así fue; sentí que el triunfo estaba cerca. El heraldo desconocido con el mensaje mudo pero elocuente desapareció en el laberinto de chozas de bambú tan abruptamente como se había presentado. Pero por unos pocos minutos me quedé transformado por las emociones profundas que me inundaron, habiendo pensado que ellas estaban muertas ya. Fue casi insoportable la posibilidad de la libertad en un futuro muy cercano, después de cuarenta y cinco meses de encarcelación. Libertad de la opresión constante y de los guardias inescrupulosos; libertad de tanta frustración y de los hombres burdos e impíos. Lo más contundente era la idea de volver al hogar. El hogar había sido sólo un recuerdo vago, cediendo más a medida que los meses se prolongaban lentamente. Ahora que parecía estar a mi alcance, se abrieron las compuertas de mis emociones represadas e instantáneamente me encontré inundado de la bondad de mi Padre Celestial y de la gratitud humana.

Regresé a donde estaban los amigos y les di el dato a varios. Hubo una ola de especulación entre los presos; aun los enfermos parecían mejorarse repentinamente y el aire estaba cargado. Al poco tiempo nuestro comandante fue convocado a la sede japonesa. La reunión se prolongó por horas; parecía no tener fin. Esperábamos pacientemente y, gracias a Dios, no en vano.