Capítulo 2 Tiempos Lejanos En Escocia

Tillicoultry, Escocia, es un pueblito hermoso. Está abrigado en el seno de las Colinas Orchil, tranquilo a la sombra de Ben Clouch, la más alta de las montañas de la sierra. Curiosamente, Tillicoultry está situado en el condado más pequeño de Escocia que sustenta el nombre más largo, Clackmannanshire. El escenario es perfecto, con las hermosas Orchiles al norte y un valle bordeado al sur por el Forth. Este río abre su torcida senda a través de campos verdes y frente a somnolientos pueblitos y granjas que se aferran a sus ricas riberas marrones.

Al oeste, a unos quince kilómetros, está el punto histórico de las batallas de Puente Stirlling y Bannockburn, donde los escoceses de antaño lucharon en gran desventaja por su patria. En esplendor portentoso, si bien marchitado, el Castillo Stirlling se yergue como centinela que cuida las entradas del norte de Escocia, los Highlands. En una época impregnable, es obsoleto ahora; los crueles dedos de los años han rasguñado sus baluartes una vez tan formidables. En el atrio del palacio el rey Robert Bruce, noble vencedor de Bannockburn, guarda vigilia en la forma de una estatua de bronce. Montado sobre su corcel en plena cabriola, él contempla la escena de su triunfo y la ciudad de Stirlling. Tiene al frente el Monumento Wallace en la forma de lápiz, levantado para conmemorar a otro de los grandes héroes de la Escocia antigua.

Tillicoultry en sí está situado en una ribera del Devon. La fábrica de papel, las textileras y las minas de carbón eran las industrias que mantenían a sus cuatro mil habitantes. El pueblo se conserva esmeradamente y hasta ahora se ha salvado de los estragos de la industria moderna. Fue en ese escenario tan agradable que nací, y me dieron el nombre de mi abuelo paterno, Daniel Cameron Snaddon.

Mis padres eran piadosos. Me llevaban a las reuniones de la iglesia local mucho antes de estar yo consciente de ello. El proceso se repitió cinco años más tarde con la llegada de mi hermana Jessie. La asamblea que se reunía en el local evangélico de la calle Bank se componía de unos cien miembros. Eran mayormente de la clase obrera, muchos de ellos ganaban el pan de cada día en las entrañas de la tierra, lejos del verdor de las montañas y el aire puro que soplaba en el valle.

Los ancianos eran hombres espirituales; carecían de mucha de la instrucción que el mundo da pero tenían una aguda percepción de la Palabra de Dios. Había un buen porcentaje de jóvenes en la asamblea y eran activos, a veces excesivamente activos. Casi todos tenían un profundo deseo de aprender y vivir a Cristo. Eran días felices; la asamblea era el centro y el punto de apoyo de todas nuestras actividades. Unos cuantos de nosotros trabajábamos doce horas al día pero con todo, nunca faltábamos al culto. El Señor bendijo aquellos tiempos y le servíamos entre ese grupo feliz.

En cierta ocasión hubo un derramamiento de bendición. No se celebraron cultos especiales, pero el poder del Espíritu se manifestaba y las almas se convertían. Varias veces nos preguntamos por qué el Señor nos bendecía así. Pasaron los años, y cuando llegó la guerra muchos de aquel grupo fueron esparcidos a los cuatro rincones de la tierra.

Cuando regresé después de cinco años en el ejército, visité a la señorita Nellie Gourlay, quien muchos años antes había sido internada con artritis en un hogar en Edinburgo para incurables. La encontré postrada, inmóvil; sólo podía mover los ojos de lado a lado. Me pidió que me sentara donde pudiera verme, y lenta y laboriosamente me contó la historia. El tenor de su relato fue: “Estoy del todo discapacitada; físicamente no puedo hacer nada. Pero cuando muevo los ojos lo más posible a la derecha, puedo ver el reloj en la pared. Sé cuando la asamblea se reúne para celebrar los cultos, y oro todo el tiempo de cada reunión, pidiendo que el Señor bendiga y que salve las almas”.

Cuando terminó, la señorita Gourlay estaba agotada. Postrada allí, lucía radiante, tocada por la mano del Maestro. Con corazón latiendo, cuidadosamente puse la mano sobre ese cuerpo torcido y di gracia a Dios por tan noble intercesora. La razón principal por la bendición en la asamblea a ochenta kilómetros de distancia era las oraciones de aquella santa. Pocos meses después Dios tuvo a bien sacarla de sus sufrimientos y llevarla a un eterno peso de gloria.

Mi conversión no tuvo nada de espectacular; nada de una experiencia emocional ni de una luz cegadora, sino, como uno percibe a esta distancia, la mano de Dios guiándome por pasos bien definidos hacia la conversión. Creo que mis maestros de escuela dominical jugaron un papel importante para conducirme al Señor. Mi padre fue el primero usado para hacerme reflexionar sobre el cielo, el infierno y la salvación; él enseñaba una clase de chiquitos. Un día el superintendente de la escuela dominical, el señor Hugh McKee, habló al grupo entero. A su manera, nos presentó la verdad del infierno a ser evitado y el cielo a ser encontrado. En la apertura de la lección habíamos cantado, “¡Oh! ¿qué será estar allí?” Él citó ese trozo, explicó algunas de las glorias del cielo y agregó: “¿Has pensado alguna vez qué será no estar allí?” Fue otra flecha de conciencia que penetró mi corazón. Y, los textos evangélicos fueron un medio clave —un “clavo en lugar firme”—para dirigirme al Señor.

Un domingo en la mañana, después del partimiento del pan, Bill Paterson y yo salíamos del salón cuando el señor McKee abrazó a Bill (quien más tarde en su vida sirvió al Señor en el Caribe) y le dijo: “He venido orando mucho por ti y me siento impulsado a preguntarte si has pensado en recibir a Cristo como tu propio Salvador”. Bill sí tenía interés habiendo estado bajo la convicción de pecado por buen tiempo. Una conversación en un cuarto aparte resultó en su encuentro personal con Jesucristo. Él salió de aquella pieza una nueva criatura.

Su conversión me impresionó grandemente y la semana siguiente tuve un hondo deseo de ser salvo. Sabía cómo pero nunca había llegado al punto de decisión. El sábado, Bill y yo nos sentamos juntos en un convive evangélico y el siervo de Cristo que le había conducido a Cristo se acercó y preguntó a mi amigo si estaba confiando en Cristo todavía. “Sí”, respondió, “es maravilloso”. Y con mucha emoción vino la otra pregunta: “¿Qué de Daniel?”

Yo esperaba esto; sentía que venía. El buen pastor preguntó tiernamente, “Daniel, ¿qué harás con Jesús?” Citó Juan 3.16: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Yo sabía esas palabras de memoria, pero por alguna razón me eran diferentes aquella noche. Su sentido era claro. Desde lo profundo del corazón juvenil dije: “Yo tomaré a Cristo como mi Salvador ahora”. Una gran paz me llenó y tuve que decírselo a mis padres, a mis abuelos y a todo el mundo. Viendo atrás ahora, lo considero el día sobresaliente de mi vida. Al amado lector que se apresura a continuar en la lectura de esta historia, ¿me permite insistir aquí en una pregunta para usted? ¿Usted conoce a Jesucristo como su Salvador personal? No deje pasar un minuto más; confíe en Él, sea salvo.

He venido recordando el día más feliz de mi vida; déjeme contarle ahora de uno de los más tristes. Mi papá trabajaba como delegado en una de las minas de carbón. Le correspondía velar por la seguridad de los mineros. Su guardia era de 3:00 pm hasta las 11:00. Un día despejado en el mes de agosto él paseaba felizmente en casa, manos juntadas sobre la espalda, y cantaba en su dulce voz de tenor, “Él anda conmigo, habla conmigo y me dice que suyo soy. El gozo que tenemos juntos allí, nadie más ha sabido”. Le dio un buen beso a Mamá, otro a mi hermanita y una palmadita en la espalda a mí; montó su bicicleta y se fue al trabajo. Yo le adoraba; era buen mozo, fuerte y no le pesaban sus treinta y nueve años. En mi corazón tierno sentí cierta soledad cuando dio la vuelta en la esquina, y resolví que al madurar yo iba a ser como él.

Papá descendió a las entrañas de la tierra un poco antes de las 3:00 y a las 6:00 estaba atrapado debajo de una roca que se había desprendido misteriosamente del techo de la mina. Diez hombres usaron todo medio a su alcance para liberarlo. Fue llevado al hospital pero a las 10:00 él ya había pasado a la presencia del Señor.

La muerte prematura de mi padre era un hondo misterio para mí. Me complicó la vida más que nunca. La brevedad del tiempo y la incertidumbre de la vida provocaban seria reflexión. Desprovisto de la protección y el consejo de un padre, me sentía muy solitario y el mundo parecía muy grande ante mis ojos inmaduros. Yo no tenía suficiente madurez espiritual en aquel entonces como para reconocer que mi Padre Celestial me abrazaría con mano fuerte para protegerme. Desde la perspectiva de hoy puedo ver la mano de Dios en todo esto. Él estaba preparándome para las penosas experiencias que sabía estaban por delante y que yo ignoraba por completo.