Book traversal links for Capítulo 10 Ferrocarril Mortífero
Una de las empresas más costosas en la historia del mundo fue la construcción del notorio “Ferrocarril de la Muerte” desde Bangkok hasta los linderos con Birmania. Varias veces intereses extranjeros intentaron hacer ceder las fronteras de la naturaleza pero el costo en dinero y en vidas se los prohibió.
Los japoneses nunca contaron el costo. Ellos se aprovecharon de los recursos naturales del país y de las vidas preciosas que la guerra había echado en su regazo. Para ellos la vida era barata o aun sin valor, la había de sobra. A la postre se estimó que el proyecto costó una vida humana por cada durmiente que fue colocado en su construcción. Ese cálculo no toma en cuenta el sudor, la sangre, la labor y las lágrimas, ni la miseria jamás contada por los muchos sobrevivientes.
La mañana después de nuestra llegada nos despertamos al áspero ¡cura! de nuestros guardias. Después de un desayuno de arroz y agua a la carrera, la orden fue: Speedo; all men go. (aproximadamente: “Rápido; todos van”). Quería decir que todos deberían acudir al sitio del futuro ferrocarril y trabajar. No lo comprendíamos. Habíamos marchado por diecisiete noches y la mayoría estaba enfermo, muy enfermo. Los pies y las piernas estaban tan hinchados que uno casi no distinguía los dedos. La mayor parte de los hombres estaban acostados sobre sacos de arroz. Algunos estaban rodeados de vómito y otros acostados en su propia suciedad porque no podían moverse. Y, había otros que habían pasado la noche anterior en el agonizante agite de la malaria.
“¿Todos?” protestamos vigorosamente. “Todos” respondieron cruelmente los guardias, y con esto comenzaron a usar “el persuadidor”. Bajo amenazas y golpes con la culata de los rifles, el resto se arrastró débilmente para juntarse a sus compañeros que ya habían hecho la formación.
La sangre me hervía; todo mi ser se levantaba en protesta; nunca en la historia de la guerra moderna se había manifestado tanta crueldad inhumana. Me preguntaba, mientras oraba por fuerza para mí mismo y para los demás espectros humanos, si podía haber perdón para esa conducta tan bárbara. “¿Por qué no interviene Dios? ¿Por qué permite que esto continúe?” En buena medida estas preguntas están sin respuesta todavía.
Esta fue la primera vez en mi vida que yo había cuestionado el proceder divino y en momentos de reflexión me he reprendido muchas veces. Adoloridos, penetramos esa jungla apestosa. El aire estaba cargado con el intenso zumbido de los mosquitos cargados de parásitos que por miles de años habían inhibido que el interior de Tailandia se poblara. Cargamos nuestros amigos en literas improvisadas, y también sobre los hombros.
Todo el día estuvimos bajo el sol implacable, golpeando a martillo bien sea a pie o postrados para perforar la roca maciza. Una vez listo un hoyo, se colocaba la dinamita para volar toda el área. Luego se metía la roca partida en cestas, pasándolas de mano en mano a lo largo de una cadena humana para vaciar el contenido en algún lugar designado. Lo hacíamos por doce o dieciséis horas cada día, sudando y manoseando las heridas, orando a la vez por mejores tiempos.
Lentamente abrimos una vía a través de las montañas, volando rocas y talando árboles grandes para luego mover sus troncos con rollos y mandarrias. De alguna manera los japoneses construyeron puentes a través de torrentes, de ríos cargados de barro y de quebradas profundas. Literalmente cortamos una entrada a esa selva densa y hostil.
Durante aquellos meses tortuosos encontré una sola respuesta a las condiciones tan adversas que enfrentamos, y era la fe en el Señor. Intenté compartirla con otros y encontré unos cuantos oídos abiertos para las Escrituras. Muchas fueron las oraciones que ascendieron del corazón al Trono de la Gracia desde aquella jungla.
Rodeados por todos los costados por una jungla de bambú, sin ninguna vía de escape, estábamos ante una muerte en vida. Lavarse en el río podía traer la muerte por el enemigo más temido en el campamento, el cólera, de manera que optamos por la suciedad y la repugnancia de cuerpos hediondos. Muchas veces deseábamos que lloviera porque sólo así uno podía lavarse con seguridad, ya que en ese entonces no disponíamos de jabón. Sólo los gravemente enfermos dejaban de aprovecharse de la precipitación tropical. En tiempos de sequía bromeábamos acerca de bañarse en una taza y lavarse en un vasito.
La escasez de comida era crítica. Nuestra dieta diaria era apenas como para un pájaro y no para un hombre maduro. Nuestros estómagos han debido achicarse porque parece que se llenaban con muy poca cosa. La ración era más o menos la de los días en Singapur pero estábamos trabajando mucho más y por más horas. A menudo era las 6:00 o las 7:00, y en una pocas oportunidades las 10:00 pm, cuando terminábamos la jornada del día. Los guardias portaban grandes teas cuando trabajamos en la oscuridad.
Con una dieta tan reducida, era grande la tentación de conseguir comida por las buenas o por las malas. Ni el castigo más severo podía persuadir a los hambrientos a no buscar alivio. El mercado negro floreció. En toda situación nunca falta quien se hace de gallito. Carecían de escrúpulos y principios, y eran muy atrevidos. Lograban pasar a hurtadillas en la noche por las cercas de alambre de púas para revisar los viejos botaderos de los campamentos militares en las plantaciones de caucho, para volver y vender su botín en el mercado negro. Cada comunidad cuenta con sus villanos y los campos de detención no están a la zaga.
La hambruna llevó los hombres implacablemente a situaciones sin precedentes. Que mi lector intente visualizar a un varón de buena familia, que tenía buen empleo en su vida de civil, sentado por largo rato casi desnudo con un trozo de cordel con nudos en la mano. Aparenta muchos más años de los que tiene, los huesos se distinguen detrás de un mínimo de carne manchada y los ojos están hundidos muy adentro. Parece que vive aislado en su propia mente y se aferra a aquel cordel con su taco de madera amarrado en un extremo. Al halarlo, ladrillos se desploman sobre unos pocos granos de arroz, puestos allí con la esperanza de atrapar un pajarillo. Con suerte, el sujeto logra cazar algo para aplacar su hambre.
La cruel esclavitud del hábito atrapó a algunos. Hubo el caso del norteamericano que había sido profesor universitario quien invirtió fuertemente en valores de la bolsa y perdió todo en la debacle económica de 1929. Perdió el equilibrio mental, se alistó como soldado raso, fue capturado por el enemigo en alta mar e internado en el campamento. Cuando llegó una de las dos bolsas de la Cruz Roja que los japoneses permitieron que se distribuyeran, él vendió su parte por unos pocos cigarrillos. No logró dormir aquella noche y los fumó todos de una vez.
Pero muchos otros también eran esclavos del tabaco, sacrificando alimentos para satisfacer su ansia. Algunos fumaban hojas secas, papel o hierbas. Era muy desagradable cuando los guardias se presentaban fumando sus miserables cigarrillos baratos, pues una vez que ellos se marchaban algunos prisioneros se tropezaban uno sobre otro en busca de los cabos dejados atrás. Sus miradas desdeñosas ante esa degradación eran repulsivas.
El hambre era un amo cruel y sus víctimas lo pagaban caro. Un joven australiano, desesperado, intentó comprar unos cambures de un tai al otro lado del alambre de púas. Tanto los japoneses como nuestra propia comandancia prohibían hacer eso; el riesgo que presentaba era altísimo. Lamentablemente, fue descubierto y el comandante de la guardia, desplegando la reputación japonesa de ser maestro en el arte de la tortura, mandó llenar la boca del culpable de chili, mucho más picante que la pimienta. Se le obligó al sujeto a quedarse en pie en pleno sol con las manos levantadas sobre la cabeza. Cuando dejaba caer un poco las manos, los guardias lo daban codazos a punta de bayoneta, hasta que cayó inconsciente. Un balde de agua fría lo despertó y se repitió el proceso. Se incorporó nuevamente en su cuadrilla, exhausto, y recibió la poca ayuda que el cuerpo médico podía prestar.
Cada día se veían docenas de incidentes de este tipo. Nuestros guardias nunca interrumpieron su búsqueda implacable por intentos a desobedecer. De cualquier manera, siempre acusaban a alguien cuando no encontraban a ningún ofensor auténtico. Los presos tenían que ser subyugados, los guardias tenían que hacer gala de su superioridad.
Un día fui asignado a ser asistente médico en una cuadrilla de trabajo que estaba construyendo un puente a través de un barranco que tenía una profundidad de unos 54 metros y una anchura de 23 y presentaba un verdadero problema. Algunos hombres estaban trabajando arriba en la perforación de hoyos donde colocar la dinamita y otros estaban abajo en la fría profundidad de la quebrada montañosa. Repentinamente, sin advertencia para nosotros abajo, los ingenieros nipones detonaron la carga. Enormes piedras y escombros cayeron en la caverna y mataron a un soldado japonés e hirieron a varios prisioneros. Pasado el mayor susto, miré a mis colegas en derredor, bajé la cabeza y me acordé de Salmo 91.7: “Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; mas a ti no llegará”.
Uno nunca sabía qué iban a hacer ellos; eran capaces de sonreír tan placenteramente, desplegando aquellos dientes de oro, y en seguida postrar a uno, dejándolo inconsciente con el golpe de algún instrumento.
Todo tipo de reunión estaba restringido y no se permitía ningún mitin ni culto, lo que perjudicaba severamente al grupito de creyentes, de manera que decidimos arriesgarnos. Muchas veces al atardecer acudimos solapadamente a una choza desocupada para conversar y animar el uno al otro en Cristo; estos raticos de comunión eran de inestimable valor. Una noche, sentados en un círculo cerrado y ocupados en la oración, nos dimos cuenta de que alguien más estaba presente; estábamos bajo observación.
Al encenderse un fósforo la luz tenue reveló la forma de un guardia. Nos llenamos de temor. Como mejor pudimos, valiéndonos de gestos y de un inglés rudimentario, le dijimos que estábamos orando a Dios. Él respondió en su inglés pobre: “Ustedes conocen a Jesús. Yo conocía a Jesús en Japón. Okay. Okay”. Y advirtió: “Todos hombres van, van”. No hacía falta un segundo aviso; cada cual desapareció en la oscuridad de la noche. El resto de nuestro tiempo sin dormir lo ocupamos en alabanza a Dios por habernos guardado. Al haber sido cualquier otro guardia, algunos del grupo pudieron haber pagado con la vida. Cerramos los ojos aquella noche con corazones agradecidos y con la convicción de que el Dios de Daniel vive aún.
A menudo reflexiono sobre el trasfondo de aquel incidente, y en mi mente veo unos misioneros bregando en Japón y desanimados por falta de fruto. Ellos se sorprenderán en la Gloria al saber que su testimonio fiel fue usado para salvar la vida a seis jóvenes prisioneros de guerra.
Ocurrieron muchas tragedias en el campamento que no siempre resultaron en la muerte, pero que también evocan gran pesar. Algunos perdieron la vista y el oído; otros la coordinación de sus extremidades. Y, lo que es peor, algunos perdieron el equilibrio mental.
Uno de los prisioneros, quien había tocado el primer violín en la London Philarmonic Orquestra, se enfermó con grandes úlceras tropicales en las manos y en los brazos. Fue algo inusual, ya que aquella aflicción generalmente ataca las partes inferiores de la pierna. Los médicos no hallaron cómo detener esas erupciones y después de mucha demora y consulta entre sí decidieron amputar en aras de la vida del afligido.
El músico protestó vigorosamente y rehusó someterse a la operación, así que el prolongado tratamiento y cuidado de parte de los médicos y de los asistentes logró parar el progreso de las úlceras y con el tiempo empezaron a desaparecer. El hombre, muy dedicado a su profesión y agradecido por poder usar las manos y los dedos, hizo para sí un teclado en miniatura y lo tocaba hora tras hora para mantener las manos en buena condición. La secuela de esta historia es que tuvimos la feliz suerte y la gran emoción de oírle tocar el violín.