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La lucha para sobrevivir de un prisionero de guerra
Título de la obra original:
Through the Valley of the Shadow
Dedicatoria
Dedico este libro a la gloria de mi precioso Salvador, a mi querida esposa Lily y a mi hija Anne, quienes me han animado e inspirado a registrar estas experiencias.
Prefacio
He conocido al autor de esta historia por más de quince años y he estado atento a su ministerio en Bethany Bible Chapel en Satellite Beach, Florida. Satellite Beach se encuentra a la sombra de las gigantescas torres que han enviado hombres al espacio y aun hasta la luna. Cada vez que visito al señor Snaddon me cuesta darme cuenta de que un ser humano haya sobrevivido tanta tortura mental y física en aquellos años de guerra y quedado indemne. La única razón es que Dan Snaddon, cuando joven en Escocia, encomendó su alma al Salvador del mundo.
Su fe en el Señor Jesucristo le dio coraje para proseguir en situaciones desgarradoras y le sirvió de fortaleza en días de adversidad. Le sostuvo en las horas oscuras y le dio la confianza de un futuro glorioso.
Esta historia es el testimonio de un joven escocés que quería honrar a Dios en la adversidad y Dios le ha honrado a él. Es obvio que no escribió el libro con el propósito de elogiarse a sí mismo, sino para la gloria de Dios y a fin de manifestar la capacidad que Él tiene para sostener a los suyos.
En 1959 Dan Snaddon oyó el llamado a servir a Dios a tiempo completo. Luego fue guiado a servirle en una obra nueva en Satellite Beach, cerca del Cabo Cañaveral. Muchas almas han sido salvas bajo su predicación, y muchos creyentes afligidos han encontrado refugio en el Escondedero Perfecto a través de su ministerio.
Que usted, al leer esta historia, sea inspirado a acercarse más al Dios que es suficiente para toda circunstancia.
G. Tom Willey
Capítulo 1
Fe Triunfante
Era mediodía en el campo de concentración Tonshon Sur en las inhóspitas junglas de Tailandia. La tranquilidad de la selva húmeda fue interrumpida por los angustiosos clamores de alguien que moría a golpes.
Temprano esa mañana los hombres supuestamente sanos, y también los enfermos, habían arrastrado sus adoloridos cuerpos sendero abajo por el infame “ferrocarril de la muerte” mientras que la chatarra física de esta humanidad había sido dejada atrás en el lóbrego claro donde estaba ubicado el así llamado hospital. Esos señores no sólo estaban quebrantados físicamente, sino en espíritu también; ser consignado al hospital era como oír la sentencia de muerte. Centenares de jóvenes que se sentían defraudados de una vida normal, empeñados en aferrarse a los pocos hilos de vida que les quedaban, daban agitadas vueltas sobre sacos de arroz infectados de bichos.
Sus cuerpos sucios y demacrados se movían inquietamente dentro de las destartaladas carpas de aquel solitario recinto. Sus ojos inertes miraban a través de las puertas la brillante luz del sol y el desolado y desnudo patio. Pensamientos confusos y horripilantes pasaban obligados a través de las células estancadas de aquellas víctimas de la enfermedad y de una guerra inhumana. En un proceso mental dolorosamente lento, cada hombre se hacía la misma pregunta: ¿Y ahora quién es la víctima?
En esta ocasión, el objeto de los golpes era un señor chino que estaba tirado en un charco de su propia sangre. Los guardias japoneses se encontraban cerca y uno de ellos todavía conservaba el palo de bambú con que había partido el cráneo del desafortunado; parecían estar casi fuera de sus cabales.
Por muchos años los chinos habían sido enemigos acérrimos de los japoneses. ¿Cómo era entonces que un perro chino hubiera sido abrigado en medio de ellos y se le diera de comer arroz japonés? Era un pecado imperdonable dar arroz japonés a un chino. Ahora que ese chino había pagado con su vida por sus crímenes ficticios, los colaboradores británicos debían ser descubiertos y sufrir el mismo castigo.
La primera victima estaba parada cerca; era uno de los oficiales del cuerpo médico del ejército británico. Este capitán gozaba de afecto, se había dedicado abnegadamente en sus deberes como médico, a un intento inútil de combatir las enfermedades y la muerte. Con la misma dedicación humanitaria estaba coordinando los ejercicios físicos de aquel chino cuando los guardias japoneses se dieron cuenta. Había sido testigo de la crueldad del hombre para con el hombre en ese homicidio insensato. “¿Y ahora qué?”, pensaba al encontrarse delante de sus bárbaros abusadores. No tuvo que esperar mucho ya que cayeron sobre él y le golpearon sin piedad hasta que quedó abollado a sus pies. Nunca se recuperó de un todo de aquello, su muerte unos dos meses después pareció ser consecuencia de aquellos golpes bestiales.
Todo había comenzado un par de semanas antes. Me fue dado el dudoso honor de ser el camillero de los demacrados esqueletos que formaban una de las “cuadrillas de trabajo” que adoloridamente abrían camino a través de la jungla infectada de zancudos, construyendo lo que se conocería más tarde como el Ferrocarril de la Muerte.
El escenario aquella mañana era la construcción de un puente a través de un río crecido. Unos hombres que vestían sólo taparrabos se encontraban parados en el vértice de las aguas heladas, intentando en vano halar un mecate con la esperanza de subir el gran tronco de un árbol a los ingenieros japoneses que estaban esperando en lo alto del puente. Repentina y sorpresivamente, el nudo rodó y por un momento el árbol quedó suspendido peligrosamente en el aire; entonces se desplomó a las aguas turbias. Lamentablemente uno de los prisioneros no pudo evitar que el árbol cayera sobre su pierna, dejándosela en pedazos más abajo de su rodilla. La situación requería acción inmediata y por esto se lo removieron de donde estaba y lo llevaron al barranco.
El cuadro daba lástima: un joven extremadamente adolorido, su mutilada pierna suspendida inútilmente por la rodilla. Me sentí muy incompetente pero me encomendé al Señor. No disponíamos de tablillas, ni de vendas, ni de morfina para aliviar el dolor, pero nos apresuramos para valernos de palitos de bambú y usarlos como tablillas asegurando toda la pierna con tiras de vides. Dos largos palos de bambú y dos viejos sacos de arroz sirvieron de camilla. Levantamos al sujeto cuidadosamente a este catre tan crudo, concientes de que estaba más muerto que vivo. Haciendo caso omiso de las protestas de los guardias, cuatro de nosotros cargamos la camilla en una lenta procesión a través de la selva hasta nuestro primitivo hospital.
El oficial médico, al darse cuenta de la gravedad de la herida, dio instrucciones de una vez de llevar al desafortunado joven a un hospital mejor equipado donde se podía amputar la pierna. Levantamos nuevamente aquel cuerpo semiconsciente y comenzamos nuestro lento descenso por la estrecha y tortuosa senda de la jungla.
Largas filas de hombres deprimidos se habían arrastrado por ese sendero de muerte. Desnudos, enfermos y medio enloquecidos por la sed y el hambre, habían trabajado y sudado bajo el sol abrasador, obligados incesantemente por guardias bien alimentados y bien equipados. Quebrantados en espíritu y exhaustos de un todo, muchos valiosos se rindieron en aquella lucha entre desiguales, optando por el largo sueño de la muerte en vez de las torturas de seguir insistiendo sin esperanza.
A cada lado de la sangrienta trocha de horror se veían los huesos emblanquecidos de unos cuantos hombres valientes, toda su carne devorada ya por buitres. Mientras dirigimos nuestros pasos cuidadosamente por aquel laberinto de hoyos de barro y raíces de matas, nos dimos cuenta de que alguien gemía en el monte. Dejando nuestro paciente en el suelo nos metimos cautelosamente entre la vegetación y encontramos a un señor chino postrado en una suciedad que no admite descripción. Él padecía toda suerte de heridas. Aun cuando el idioma era una barrera, supimos por señas que este desamparado quería tan sólo un poco de arroz y agua. Arroz y agua, apenas las necesidades de la vida. No disponíamos ni de lo uno ni de lo otro, y cuando el chino se dio cuenta, su mirada cambió de expectativa al más acentuado desespero. Sintiendo nuestra entera incapacidad, lo dejamos lo mejor acomodado posible en su lecho de lianas, acompañado de escorpiones, culebras y zamuros carnívoros.
Una vez que hubimos entregado nuestro paciente a las autoridades médicas, pensamos de nuevo en el chino herido. Con esperanza de contactarlo de nuevo pudimos obtener de un cocinero benévolo una pequeña porción de arroz quemado y una botella de agua. Al acercarnos al lugar donde estaba postrado oímos unos gritos y, al encontrarlo, le di el arroz y el agua. No hacía falta lengua para comunicar la enorme gratitud que surgió en aquel corazón, sus ojos y su rostro lo expresaron elocuentemente. Esta escena conmovedora me hizo recordar la promesa bíblica, “cualquiera que os diere un vaso de agua en mi nombre … no perderá su recompensa”, Marcos 9:41.
Habiendo hecho por aquel hombre todo lo posible, volvimos al campamento con corazones tristes. Aun cuando dejamos al pobre individuo en la jungla, la visión de ese ser abandonado y moribundo se hizo una obsesión para mí. Cuando no pude soportarla más, me acerqué a los guardias japoneses por medio de un intérprete y les rogué que aquel fuese traído al vecindario del campamento. Los guardias respondieron con un simple encogimiento de hombros, que para los occidentales significó “hágalo si quiere, a nosotros no nos importa”. Así que de una vez planeamos hacerlo.
En la mañana, con la ayuda de unos pocos simpatizantes, llevamos al infortunado a las afuera del campamento del cólera. Pensamos que estaría razonablemente seguro allí en caso de que los guardias cambiaran de parecer, sabiendo que ninguno de ellos jamás penetraba esos barracones de horror. Después de un período de recuperación, el chino parecía mostrar signos de mejoría y hubo esperanza de que fuera a recobrar la salud, pero surgió un problema muy grave en el campamento del cólera y fue eliminado. La pregunta que ocupaba nuestra mente era qué hacer con nuestro buen amigo, sería inconcebible abandonarlo en esa crisis.
Bajo un manto de oscuridad, cuidadosamente llevamos a nuestro amigo a una pequeña enramada que habíamos preparado cerca del campamento principal. Esa chocita de caña estaba de un todo escondida en el monte espeso, permitiendo una cobertura adecuada; con nuestras visitas frecuentes podíamos atender a sus muchas necesidades. Había una tremenda escasez de alimentos, pero algunos de nosotros logramos compartir nuestra mísera porción con este rechazado chino.
Esta es la cadena de acontecimientos que disparó una de las muchas atrocidades que fueron cometidas en aquellos cuarenta y siete meses de terror. Los japoneses estaban convencidos de que otros, aparte del capitán británico que ya había sido castigado, estaban involucrados, y en su acostumbrada eficiencia se dedicaron a averiguar quiénes eran. Durante esa conmoción, yo estaba disfrutando de un muy merecido sueño; la noche anterior había sido angustiosa. Catorce largas horas de guardia en una noche calurosa y húmeda, rodeado de enfermos y moribundos, pueden chupar la energía mental y física de cualquiera. Exhausto y frustrado, yo había dejado a mis colegas con sus fiebres, tendidos en la fría madre tierra y luchando por sobrevivir.
El chillido de voces agitadas se aceleraba a la par que se acercaban; mi corazón se enfriaba a la vez que un escalofrío me envolvía mientras los guardias gritaban y vociferaban demandando la identidad del villano, o sea el buen samaritano. En un momento capté lo que estaba sucediendo. Los incidentes increíbles de las últimas pocas semanas pasaron por mi mente. El gozo de haber podido ayudar a aquella pobre victima parecía perderse ahora en la oleada de horror y temor que pasó sobre mi corazón. El momento de verdad había llegado; me eché sobre la misericordia del Señor quien nunca me había faltado. Valiéndome de toda la reserva de fuerza espiritual y física que pude invocar, salí de la choza y confronté a los asombrados japoneses.
Velozmente los guardias enfurecidos cayeron cual leones sobre esta victima indefensa, apenas una sombra de cuarenta y cuatro kilos, a diferencia del confiado soldado escocés que había sido llamado a las filas unos pocos años antes. Me encontraba desnudo excepto por el trapo roto sobre mis lomos, sintiéndome más abandonado e indefenso que nunca antes en la vida. Allí estaba parado en medio de ellos: barbudo, el pelo hasta los hombros y la carne casi desaparecida de mis 1,80 metros de estatura, los ojos y las mejillas hundidas, el abdomen colapsado, las extremidades tristemente delgadas; me sentía sin recurso alguno.
Apenas el domingo anterior había hablado ante setecientos u ochocientos hombres acerca del Buen Samaritano exhortándoles a ayudar a sus compañeros menos favorecidos que se habían caído al lado del camino. Repentinamente, vi la relación entre el carácter del Buen Samaritano y la situación en que me encontraba; instantáneamente recibí fuerza; la misteriosa consciencia de la Presencia Divina de mi bendito Salvador inundó todo mi ser. Humanamente hablando, no había vuelto atrás, ninguno de mis colegas se atrevió a ayudarme frente a ese enemigo desesperado y sediento de sangre. Pero de una vez, gloriosamente se me fueron todos mis temores.
Súbitamente, la fe que yo había encontrado cuando era un mozo de doce años se hizo una realidad viva. Lo que había sido teoría se convirtió instantáneamente en experiencia. Era cosa nueva y vigorosa, y comprendí experimentalmente por qué los santos y mártires podían cantar alabanzas a Dios al ser lanzados a los leones o las llamas asaban la carne que estaba atada a una estaca. Me vino a la mente la descripción que cierto himnista dio de esta clase de fe cuando uno contempla la cruz de Jesucristo. Él escribió que “da valor al espíritu cobarde y fuerza al brazo débil; quita el terror de la tumba y alumbra el lecho de la muerte”.
Los cuatro verdugos habrían pensado que yo era una presa fácil. Al verme allí enteramente desamparado, hicieron lo que los futbolistas norteamericanos llaman un timbac, discutiendo qué hacer. Luego con un salto y brinco me cayeron encima gritando de rabia; sus golpes crueles, cada uno bien dirigido, eran como para matar. Con sus pies y sus puños aporrearon mi débil cuerpo hasta que caí al suelo inconsciente. Con un balde de agua fría me reavivaron, sólo para ponerme en pie obligatoriamente ante más abusadores. Mis ojos empañados vieron que venían encima de nuevo, de repente los golpes cayeron sobre un cuerpo que ya no podía; intenté resistirme pero la embestida venía desde todo ángulo, sin misericordia y sin pausa. De semiconsciente pasé al alivio de una oscuridad total.
Por segunda vez me reavivaron y sentí que estaba viviendo mis últimos pocos momentos sobre la tierra. Aunque parezca extraño yo no lamentaba soltar las cuerdas de la vida. Me inspiraron las palabras de Pablo: “Para mí el morir es ganancia”. Levantando el corazón al Señor, oré: “Amado Padre, estoy listo para irme o para quedarme conforme me mandes”. La presencia de mi precioso Salvador era tan real, el amor con que me había encerrado era impenetrable e inmune ante las amenazas de mis bárbaros agresores. En un tiempo ellos me parecían tan grandes y fuertes, pero ahora los veía a través de los ojos del Dios omnipotente y parecían diminutos.
Fortalecido yo, la paz y el hombre interior brillaron a través de la suciedad, de las cicatrices y de los coágulos de sangre, todo para producir una sonrisa. Los testigos dijeron que era una sonrisa celestial. Los enfurecidos soldados japoneses me contemplaban atónitos, estaban ante un poder que ellos nunca habían encontrado antes y no podían comprender. ¿Cómo podía uno aguantar tanto abuso y sonreír estando tan cerca de la muerte? Su rabia estaba afectando su juicio cabal, ningún pedazo de prisionero iba a burlarse de su acción disciplinaria. Él debía recibir el mismo trato que los chinos.
Desde catorce metros de distancia avanzaron sobre su presa indefensa. Los otros prisioneros, aterrorizados e igualmente indefensos, no hicieron nada; ellos habían visto y oído cada asqueante golpe mortífero. Muchos se acordaron del mensaje acerca del Buen Samaritano que habían escuchado pocos días atrás.
Seis metros, cuatro metros, tres, dos, uno, con homicidio en el corazón y terribles chillidos en la boca. De repente, aquellos soldados se frenaron, resbalando incrédulos, desconcertados miraron cada cual a su compañero; contemplaron con asombro este arzoenemigo triturado y sangriento. Volvieron adonde empezaron la carrera y se juntaron lentamente de nuevo para definir una estrategia; se pusieron frenéticos, gritaron a voz en cuello, gesticularon, avanzaron. La sencilla verdad es que yo nunca me había sentido tan fuerte como en aquel momento de debilidad humana. El Señor Jesús nunca había sido tan precioso como en ese momento. El poder con que envolvió a Eliseo en Dotán se hizo mío en experiencia propia. La presencia del Hijo de Dios que sostuvo a los tres varones hebreos en el horno de fuego fue una realidad para mí también. Me sentía más que vencedor por Aquel que me amaba.
Los amigos miraban. Yo esperaba: débil, pero fuerte. De nuevo el avance: cinco metros, tres, uno, y de nuevo se frenaron como habiendo chocado contra una barrera insuperable. Perplejos, confundidos más que antes, se examinaron el uno al otro en incredulidad; obviamente no tenían idea de qué hacer. Sabían que tenían por delante una forma humana casi desnuda y que ese esqueleto tambaleaba sobre sus pies y sabían que esta no sería la primera de sus victimas de homicidio. Pero lo que les tenía inmovilizados era esa mirada serena, ¿o era una mirada triunfante? Y esa Presencia invisible, ese Poder irresistible, esa Cerca que ellos no podían ver.
Percibí que su actitud estaba cambiando. No encontraban ninguna solución a sus problemas inmediatos, así que asombrados y disgustados se enterraron en la jungla. Yo casi no podía creer que mis acusadores se habían marchado, pero realmente no me sorprendió, porque en los días antes de ser reclutado al Ejército el Señor me había dado aquella promesa tan precisa: “No te desampararé, ni te dejaré”. Esta experiencia de la mayor humillación y salvación reveló que el Dios que vivía en los tiempos de Moisés y David, vivía todavía.
Manos tiernas y amorosas se acercaron para abrazarme. Me llevaron a una de las carpas hospitalarias, lavaron las heridas y atendieron a los moretones. La recuperación fue sumamente lenta y durante mi convalecencia el Señor me mostró aun más de la grandeza de su poder y la dulzura de su amor. Los hombres en el campamento se quedaron hondamente impresionados por ese incidente. Algunos decían: “Aquí hay un hombre que practica lo que predica”. Otros: “Este es un Dios que merece ser confiado”. Solamente la eternidad revelará la obra de Dios que se efectuó en muchos corazones.