Book traversal links for Capítulo 5 Horrores De Una Guerra
Diciembre de 1941 nos encontró aborde del Oronsay, un trasatlántico de 35 000 toneladas. La tripulación no nos animó al decir que era el primer viaje después de que balas nazis habían volado la superestructura del barco. Viajamos de Bristol a Canadá, al Caribe, África del Sur y la India. Nuestro destino final fue Singapur, donde desembarcamos en una lluvia de balas y proyectiles.
Se considera que el puerto de Singapur es uno de los puertos naturales más grandes del mundo. La ciudad era un distintivo de la colonización imperial: rica, extravagante y pomposa. Lamentablemente, los estragos de la guerra estaban muy a la vista.
Fue el 29 de enero de 1942 cuando el Cuerpo de Ambulancia 196 llegó a aquella isla atribulada. No había tiempo para conocer la gente ni sus costumbres. Los japoneses estaban encerrando para proceder a la matanza, y todo empeño tenía que ser dedicado a tener nuestras posiciones preparadas. Nuestro cuerpo estaba asignado a la División 18, una muy entrenada para la guerra en Europa y Medio Oriente pero sin experiencia para luchar en la selva. Además, éramos una tropa novata, no habiendo sido bautizada en una guerra real.
A la sazón el cuadro en el sureste de Asia era pésimo. Se habían borrado de los cielos los pocos y anticuados aviones que poseíamos. Largas colas de llamas y humo negro terminaban en explosiones ensordecedoras que contaban una historia de muerte y destrucción. Dos de los principales buques de guerra del Royal Navy yacían en el fondo del océano víctimas de bombardeos suicidas de los japoneses. Día y noche las indómitas fuerzas japonesas bajaban por Malaya apartando toda resistencia y aniquilando toda oposición. Una lucha desesperada era tan sólo cuestión de tiempo para nosotros.
Los japoneses, intoxicados por el vino del triunfo, alcanzaron la Estrecha de Johore frente a la isla de Singapur. Con la victoria a la vista, ocuparon puntos estratégicos y apuntaron de una vez su artillería y sus morteros. Pronto los cielos resonaban con el trueno de las armas y la tierra temblaba en convulsiones cuando los proyectiles explotaban en nubes de humo acre y escombros.
Aun cuando se nos habían entrenado para esto, el susto y el impacto de una conducta tan bárbara e inhumana penetraron y lastimaron todos mis principios cristianos. Pero no había tiempo para reflexión; había trabajo que hacer.
Un vehículo de transporte militar frenó apresuradamente frente al cuartel general. Los oficiales que habían sido convocados para recibir información vital se apresuraron a reunirse. Momentos más tarde, cuando el chofer estaba por salir del coche, una ruidosa explosión cerca del lugar lanzó al sujeto al suelo como una bola. Una pequeña metralla, del tamaño de un garbanzo, había penetrado el lado izquierdo de su pecho y él murió instantáneamente.
Lo levantamos y vimos que no evidenciaba otra herida, simplemente aquella pequeña perforación. Fue nuestra primera baja y parecía muy poco posible que uno hubiera muerto por ese fragmento. Me asustaba pensar que una cosa tan pequeña pueda quebrar la cadena de plata o romper el cuenco de oro, al decir de Eclesiastés 12.6.
Cuando el enfrentamiento estaba en sus lapsos más intensos yo trabajaba día y noche. Sudaba en la calurosa humedad y oraba silenciosamente por los hombres en derredor. Mi corazón se estremecía por las largas filas de varones sudados y sangrientos que se presentaban para ser atendidos. Me encontraba viéndolos a través de los ojos de mi bendito Salvador. El amor del Calvario inundó mi ser perturbado, llevándome a los límites de aguante en un intento por aliviar su sufrimiento corporal y suplir sus necesidades espirituales.
Una de las tragedias que se imprimió imborrablemente sobre mi mente fue el cuadro de uno de los capellanes caminando arriba y abajo entre las filas, fijándose en las fichas y atendiendo solamente a los soldados que eran de su propia fe. Fríamente el hombre hizo caso omiso de los demás heridos. Me parecía una cosa tan crasamente anticristiana, tan diabólicamente opuesta a todo lo que yo había sido enseñado, que dejó mi corazón herido. Nada habrá sabido de la compasión de Cristo aquel hombre que permitió que las barreras denominacionales obstaculizaran el amor al prójimo.
El día siguiente fue especialmente desagradable: las bombas cayeron con una regularidad deprimente y los proyectiles volaron con muerte y destrucción en sus alas. Yo estaba a cargo de una ambulancia que transportaba hombres gravemente heridos al hospital en la propia ciudad.
Mientras llevábamos a cuatro de ellos, encontramos la metrópolis en relativa calma hasta que llegamos a los vastos suburbios, donde había fuego muy intenso y bombardeo. Parecía un suicidio intentar pasar a través de ese holocausto, pero aquéllas eran vidas preciosas que me habían sido encomendadas. Así que con entero abandono aguantamos el acoso. A veces íbamos a paso de morrocoy y a veces a cien kilómetros por hora por calles abandonadas, frente a edificios en llamas, y a la postre llegamos a nuestro destino, sacudidos pero agradecidos por poder entregar nuestra valiosa carga.
El regreso fue una pesadilla. Los artilleros japoneses intentaban bloquear la vía principal, dejando caer sus proyectiles sobre el concreto con entera exactitud. Muy pocos vehículos se atrevieron al viaje tan arriesgado, pero sentíamos nuestro deber. Lentamente el chofer guió la ambulancia por entre el laberinto de hoyos abiertos por los proyectiles. Fuimos sacudidos varias veces por las bombas que cayeron de lado y lado. Nunca en la vida había orado tan fervorosamente.
Avanzamos paulatinamente, aunque por instinto queríamos huir. De repente la ambulancia casi se volteó; un mortero había abierto un gran hueco en la latonería pero por milagro no explotó. Al recuperarme del susto, bajé la cabeza en profunda gratitud y di gracias al Señor por su cuidado. Llegamos por fin a nuestro componente, bastante sacudidos pero sin heridas. Esta experiencia incrementó mi confianza en la gracia divina para conservarme, y me hizo pensar que Él tenía más servicio por delante para mí.
Cené apresuradamente, con órdenes de guardar vigilia hasta la medianoche. Esto siempre era muy problemático para mí porque mis convicciones no me permitían llevar ninguna arma. Prefería la del cuerpo médico: un garrote o un bastón. Mi colega portaba el rifle.
Antes de reportarme volví a la carpa a buscar mi casco de acero. Metí la mano debajo de la malla antizancudos y lo recogí, pero dejando de ponerlo antes de salir de la carpa. Estaba por hacerlo cuando vi lo que me parecía una serpiente, así que tiré el casco al suelo con vehemencia. Algunos de los soldados que ya tenían buen tiempo en Malaya preguntaron qué hacía. Se rieron de mí por pensar que hubiera una serpiente enrollada en un casco. “Tú debes saber que no hay culebras en Singapur”, me reclamaron.
Examinaron el casco con un palo y con esto les vino al encuentro una mamba negra de casi un metro de largo — uno de los reptiles más mortíferos de Malaya. Hasta el día de hoy me estremezco a pensar que esa serpiente haya podido deslizarse por mi cuello o mi cara, inyectando su mortífero veneno en la trayectoria. Una vez más me vino a la mente que mi Padre Celestial me estaba guardando para un servicio mayor.
Se intensificaba cada hora la actividad del enemigo. Nos estaba bombardeando constantemente desde el mar, en la tierra y desde arriba. Nuestras fuerzas respondían débilmente con armas inadecuadas. Pronto faltaron las municiones y, peor, el agua. Las reservas principales para Singapur estaban ubicadas en tierra firme, en Malaya, y el enemigo cortó el suministro del fluido. Las condiciones en aquel calor tropical eran intolerables; se acercaba el fin.
El 10 de febrero de 1942 General A. P. Wavell, héroe de la campaña en Medio Oriente, llegó a Singapur para evaluar la situación. Dentro de un par de horas emitió una orden especial:
“Es evidente que las tropas japonesas han cruzado el Estrecho con muchísimo más que las nuestras en la isla de Singapur. Debemos destruirlas. Está en juego nuestra reputación bélica y el honor del Imperio Británico. Los norteamericanos han resistido en la Península de Bataan en condiciones más adversas; los rusos están devolviendo las fuerzas selectas de los alemanes; los chinos, casi desprovistos de armas modernas, han resistido a los japoneses por cuatro años y medio. Sería vergonzoso que nosotros entregásemos nuestra fortaleza que es Singapur a fuerzas enemigas inferiores”.
“No se debe contemplar la posibilidad de escatimar las tropas o la población civil, ni brindar alguna misericordia que nos debilitaría de alguna manera. Los comandantes y los oficiales superiores deben estar a la cabeza de sus tropas y de ser necesario morir con ellos. Todo componente debe luchar hasta lo último en combate cerrado con el enemigo. Favor de informar lo que antecede a todos los oficiales superiores y a la tropa”.
“Confío en usted y en sus hombres a luchar hasta el final para probar que el espíritu que ganó nuestro imperio existe todavía para permitirnos defenderlo”.
Al leer esto supimos que nuestra suerte estaba sellada, ya que no se correspondía con la realidad. Carecíamos de todo; aun nuestros suministros médicos se estaban agotando rápidamente. Los japoneses estaban juntando una masa de recursos para un asalto final contra la isla. Durante todo este tiempo la población civil estaba sufriendo horriblemente. Camiones cargados de cadáveres, tirados como leña, salían en caravanas de la ciudad y botaban su carga en enormes fosas comunes. ¿Por cuánto tiempo podía continuar todo eso?
Nuestros temores más pesimistas fueron confirmados unas pocas horas más tarde cuando el General Wavell y su personal de apoyo abandonaron Singapur por avión, tan poco tiempo después de dar órdenes de seguir luchando. Los cuatro días siguientes intentaron contra el alma. Mi fe fue sacudida hasta lo más íntimo. Yo nunca había entendido la doctrina de la entera depravación del ser humano, pero la insensata matanza de preciosas vidas y la mutilación de su físico estaban dando pleno apoyo a aquella doctrina. Poco sabía yo que todo eso era apenas el preludio de eventos más espantosos.
El flujo de heridos no tenía fin y los atendíamos como mejor podíamos en aquellas condiciones primitivas. Los japoneses mantuvieron su bombardeo constante con resultados desastrosos. El personal médico daba signos de fatiga. La brega era de veinticuatro horas día tras día. Teníamos hambre; nuestras gargantas estaban resecas por falta de líquido y nuestros nervios tensos. Era como si muriéramos lentamente.
Pero no había tiempo para reflexionar; la guerra demandaba todo recurso y toda reserva. Clamé al Señor por fuerza espiritual: “Ayúdame, oh Señor, para poder ayudar a otros”. Parecía que nada tenía importancia ahora, y despreocupadamente me dediqué a la tarea, consciente de que la muerte nos alcanzaría o que íbamos a caer en manos de un enemigo despiadado y cruel.
Las desafortunadas tropas atrapadas en la isla de Singapur nunca se olvidarán del 15 de febrero de 1942. A las 4:00 p.m. el manto de la muerte descendió sobre aquellos hombres agotados. De repente cesaron los bombardeos, el zumbido de los proyectiles y el traqueteo de las armas menores. El silencio era casi insoportable; era más estridente que el impacto de los proyectiles. La fortaleza “impenetrable” de Singapur se había rendido a los japoneses.
De un todo exhaustado tanto física como mentalmente, colapsé. Me quedé en blanco. Recuerdo muy poco de los días siguientes pero, gloria a Dios, la recuperación fue rápida, y pronto yo funcionaba de nuevo. Un recuerdo que se queda es la importancia que la Biblia tuvo para mí en aquellos días críticos. Fue mi compañera; no pude leerla pero nadie pudo quitármela. Mi amor por la Palabra de Dios iría en aumento mientras los largos meses se convirtieron en largos años.