Capítulo 13 Vida De Fe

En aquellos días uno andaba de la mano con el peligro. Aprendí en estas circunstancias a vivir “momento a momento”. La vida era incierta, todo era incierto, y no sabíamos qué traería el día. Cuando el cólera estaba haciendo estragos yo hice unos cálculos mentales. Asumiendo cuántos había en el campamento principal y sabiendo cuántos estaban muriendo cada día, calculé que nadie podía vivir más de seis semanas. Fue un pensamiento aleccionador que provocó seria reflexión.

A la sazón fue traído al encierro un sujeto conocido por su deshonestidad y engaño. Aparentemente había sido la causa de la muerte de cierto soldado joven que había hurtado su cobija. Sus compañeros nunca se olvidaron de aquello y buscaban cómo vengarse por ese hecho. Él cayó con cólera. Yo había presenciado muchas defunciones pero nunca vi una muerte como la de ese hombre. Parecía que sufría torturas mentales además de físicas, clamando una y otra vez, “¡No dejen que yo muera! ¡No dejen que yo muera!” Hicimos todo cuanto podíamos pero él se empeoró. Le hablamos del Señor pero se aferraba a la vida a tal extremo que no podía escuchar. Se me partía el corazón por este hombre quien, humanamente hablando, estaba sufriendo el castigo de sus hechos.

Un día cuando estuve fuera de la carpa oí su clamor angustioso pidiendo ayuda y corrí a su lado pero en el apuro olvidé ajustar mi máscara. Cuando me arrodillé para atenderlo, me vomitó directamente en la cara. Aparte de lo asqueroso de aquello, era cosa muy seria, ya que conllevaba la posibilidad de la muerte. Salí apresuradamente y me lavé el rostro en agua hirviente, casi sin atreverme a respirar. Luego en la soledad de la jungla me encomendé a nuestro Padre Celestial. Los días inmediatos siguientes fueron tensos pero Dios obró un milagro en mí mientras esperaba. El desafortunado, por su parte, salió de su carpa agachado, entró en la jungla y pasó sus últimos momentos en ese abandono.

Varias veces yo había oído a los predicadores hablar de “la escuela de la experiencia”, pero sin realmente darme cuenta del significado de la expresión. En esa coyuntura yo estaba aprendiendo algunas lecciones severas que cambiaron mi enfoque. Enfrenté esta fase específica de mi vida con temor y temblor. La brevedad de la vida y lo pasajero del tiempo me perturbaban. Algunos de esos hombres estaban oyendo el evangelio por primera vez y probablemente por última vez. “Oh Dios, ¿cómo puedo alcanzarles?” oraba yo. Decidí presentar el mensaje por grupos.

Acompáñeme en espíritu ahora a un claro entre los espesos bambúes de Tailandia. Visualice unos hombres sin lavarse, sin afeitarse y sin ropa ordenada, sentados en el calor del sol. En un tiempo eran la flor de la juventud británica y llegaron a ser buenos soldados. Ahora, más muertos que vivos, con ojos que miran pero no ven, mejillas hundidas y cuerpos doblados, están sentados en silencio. El pelo les cae sobre los hombros; sus barbas abrigan piojos y otros insectos molestosos. Los cuerpos de algunos están desfigurados por las heridas de la guerra y por accidentes. Reciente y milagrosamente, la mayoría de estos esqueletos habían sido quitados de la boca de la muerte. Están amargados.

Parado ante ellos ese día en particular (supimos después que no era día domingo), les leí las palabras del Señor Jesús como están registradas en Juan 11.28, “El Maestro está aquí y te llama”. Les hice recordar a mis oyentes que el enemigo había logrado separarnos enteramente de nuestro terruño, de amigos y de nuestros seres queridos. Pero había Uno que estaba a una puerta que ese enemigo no podía cerrar, y era la puerta del Trono de Dios. Aunque rodeados de enemigos por todos lados, sin posibilidad de escapar, había siempre acceso a la presencia de Dios. Si a veces parecía que Él estaba alejado, en realidad estaba presente entre nosotros. Parafraseando el texto un poco, dije: “El Maestro está aquí, parado a su lado, y le llama”.

Los hombres dieron la impresión de estar claramente conmovidos cuando esta tremenda verdad alcanzó sus almas confundidas y entenebrecidas. Golpeados, heridos, solitarios y abandonados, se regocijaban en el glorioso hecho de que Dios estaba cerca, muy cerca. Parecía que el Señor estaba hablando y ellos estaban en el valle de la decisión, algunos pasando de la muerte a la vida eterna al entrar en el reino del amado Hijo de Dios.

“El Señor Jesús está a su lado”, les recordé. “Él está dispuesto a recibirlo con todo su pecado; puede salvar, puede limpiar, puede cambiar su vida y su destino eterno, pero usted debe responder a su invitación”.

Cerca del final del mensaje estuve constreñido a repetir el texto: “El Maestro está aquí y te llama”. A mi lado izquierdo escuchaba intensamente un joven catire que ha debido ser el ídolo del corazón de su madre. Había sido marinero en uno de los acorazados, el Prince of Wales, que fue hundido junto con otros barcos debido a algún error grotesco. Fue rescatado de tener el mar por sepultura y fue llevado a Singapur donde se le dio un rifle y se le envió a la batalla. Se salvó de la muerte una docena de veces, pero ahora se le acercaba el Rey de Terrores en las últimas etapas del cólera.

Mientras el texto era repetido, el mozo logró levantarse a una posición de sentado con el rostro resplandeciente. “Si Él me está llamando”, dijo claramente, “voy con Él”. Tambaleó, cayó y se nos fue. Ido, creemos, a la presencia del Maestro que le llamó.

Concluyendo, repetí el texto de nuevo. En una carpa cercana un australiano rubio de casi dos metros de alto, una vez buen mozo pero ahora sólo una sombra de lo que era en aquellos tiempos, estaba postrado en su postrimería. Repetidas veces me había mostrado fotos de su atractiva esposa y los hijos; nada quería más sino estar con ellos de nuevo. Él sabía que se le acercaba el fin aquella tarde al escuchar el texto. El reto cayó dulcemente sobre su corazón y él recogió toda la fuerza que tenía para sentarse sobre el catre y decir: “Sé que el Maestro está aquí y me está llamando. Voy con Él, voy ahora”.

Aquella declaración positiva fue lo último que habló. Él pasó de las tribulaciones de la vida a la presencia y el amor del Señor.

El número de muertos iba en aumento. Un nuevo cálculo muy aproximado, actualizados el número de muertos y de la población del campamento, arrojó en la mente mía una expectativa de vida de diecisiete días. En misericordia Dios intervino y arrestó la plaga. La furia del cólera duró por más de tres meses y luego se fue tan abruptamente como había llegado.