Capítulo 14 Humanidad Quebrantada

El trabajo del ferrocarril estaba acercándose a su fin. La culebra de acero, larga y torcida, formaba una cicatriz fea en el verdor de la jungla. Cuadrillas de mantenimiento se ocupaban día y noche en la reparación de la vía y en una lucha contra la invasión de la jungla. Al extremo norte, cuadrillas disminuidas de esqueletos humanos, sumergidos en barro, se obligaban a sí mismos a realizar un esfuerzo final para completar esta iniciativa estrambótica.

De mala gana continuamos bajo los incesantes gritos de Speedo, speedo. A esas alturas nadie vestía ropa, sino sólo una tanga. Día tras día los hombres arrastraban sus ulceradas piernas envueltas en vendas de lona a los cortes, barrancos y puentes. Daba la impresión que la lucha agotadora iba en aumento cada día en la carrera por cumplir con el programa imposible. Fue entre escenas como estas que se terminó el ferrocarril de Bangkok a Rangún, 640 kilómetros de largo a través de un territorio indefinido, al costo de una vida por cada durmiente.

Pronto empezó el despacho de los enfermos a Kamburi. Kamburi era una sauna de verdad y un séptico para la malaria. La disentería hacía lo suyo, con centenares postrados indefensos en condiciones alarmantes. Llagas dolorosas con apariencia de gangrena afligían a la mayoría de los jóvenes. Nuestra piel era del color de un pergamino sucio, disminuido y arrugado. Úlceras tropicales, grandes y abiertas, cubrían las piernas. Nuestros brazos caían como palos unidos a manos que parecían ser de huesos no más, y los ojos estaban hundidos y ofuscados. Los pacientes que padecían beriberi cojeaban como mejor podían, o se quedaban quietos esperando su fin. La tasa de moralidad era muy alta en esa coyuntura de nuestra historia.

Los trenes botaron cargas enteras de enfermos a este medio. Nuestra capacidad de respuesta médica fue probada en extremo. Nadie estaba realmente bien de salud; cada uno padecía de algo, pero el personal médico luchó con valentía para aliviar el dolor.

Yo hacía mis rondas armado de mi “cuchara” de madera, unas pocas vendas viejas que habían sido recicladas vez tras vez y un débil antiséptico, y era recibido siempre por un coro reclamando atención. Sentado al lado de un paciente, le quitaría su venda mojada y maliente para proceder a cavar resueltamente con mi “cuchara” en la masa de pus putrefacto, sin parar hasta alcanzar la carne viva. Cada día se repetía este proceso doloroso, sin alivio, y en muchos casos después de meses de dolor atroz todo terminaba en una amputación. Algunas de esas heridas eran terribles y se extendían desde la rodilla hasta el tobillo. A veces la carne estaba tan consumida que mi “cuchara” pasaba fácilmente entre la tibia y la carne muerta detrás de ella.

En medio de todo eso caí con un ataque severo de malaria. Oh, cuánto necesitaba consuelo y ayuda; yo anhelaba sentir la mano de mi madre sobre mi frente enardecida. Pero en vez de estas atenciones físicas encontré fuerza especial al darme cuenta de que el Señor me abrazaba tiernamente. Mi sentir era:

    Guiándome Tú la noche es esplendente, y cruzaré
    el valle, el monte, el risco y el torrente con firme pie;
    hasta que empiece el día a despuntar,
    y entre al abrigo de mi eterno hogar.

Mi precioso Salvador me escuchó y me dio fuerza para recuperarme y resumir la interminable tarea de ministrar a las necesidades físicas y espirituales de los hombres en derredor.

Nuestros métodos para limpiar las heridas habían cambiado con las circunstancias. En la jungla usábamos gusanos que comían y se multiplicaban en la podredumbre. Una vez que la colonia era demasiado numerosa quitábamos algunos de esto animalitos para meterlos en la herida de otro paciente. Parece crudo, pero era un procedimiento eficaz y no causaba mucha incomodidad al paciente. Con el paso de las semanas, tornadas ya en meses, se observó una marcada mejoría en los prisioneros. Aun cuando esos cuerpos estaban podridos con úlceras nauseabundas, atormentados por beriberi y ardiendo con fiebre y disentería, ellos se recuperaban de los recuerdos angustiosos de los años recientes.

Poco a poco descubrimos nuestras voces de canto. En el atardecer, los hombres reunidos, la conversación versaba sobre el hogar y los seres queridos. Cantaban acerca de la tierra de sus sueños y cosas así. Después de un momento de silencio de parte de todos, invariablemente cantábamos juntos:

    Conmigo queda, oscurece ya
    y densa noche caerá.
    Me dejan otros, clamo pues a ti:
    ¡Ampárame, Señor, oh, queda aquí!

En el silencio elocuente que seguía esos momentos de alivio, algunos oraban, enfocando sus pensamientos a la familia y al hogar más allá del continente y el océano. Conformes con nuestra suerte por el momento, cerrábamos los ojos para soñar con aquel camino a casa. Lo peor de Tailandia había pasado.