Capítulo 7 Campo De Concentración

Los seres humanos son criaturas extrañas: tan débiles pero tan fuertes cuando las condiciones lo exigen. Se reunían en grupos grandes cuando las circunstancias lo permitían y cantaban hasta no poder. Usualmente estas fiestas comenzaban con los viejos cantos favoritos pero casi siempre terminaban con números sagrados. El canto de himnos ayudó mucho a los presos, uniendo lo mejor de la vida de antes y las aspiraciones del futuro inseguro.

A veces en estas sesiones figuras solitarias se levantaban lentamente para salir a solas entre la muchedumbre y desaparecer en la oscuridad, mirar largamente el cielo adornado de estrellas y contemplar la Cruz del Sur en su descenso por el horizonte. Pronto todo había terminado hasta otro día y cada cual se metía debajo de su sábana rota y sucia, o de su saco de arroz, para soñar con amigos y hogar.

No puedo dejar de mencionar las víctimas de la avitaminosis. Este grupo particular de mártires estaba en constante movimiento, padeciendo lo que comúnmente se conoce como “pies felices”. Caminaban con paso suave en torno al recinto una y otra vez en un intento por aliviar la quemazón que sentían en los pies. Al caer la noche, parece que el dolor se intensificaba y no había alivio. Las víctimas estaban fuera de sus cabales; algunas se extendieron sobre su espacio para acostarse, cayendo para no levantarse más. Otros sufrían feas convulsiones. La voluntad de vivir caracterizaba a algunos y la de morir a otros.

Nuestra primera Navidad fue memorable. Por semanas se guardó un poco de entre nuestras raciones para asegurar una gran fiesta. Comimos bien aquel día, según las normas de una prisión. Intercambiamos regalos; eran objetos extraños, como un camburcito o un pedazo de coco, pero un regalo nunca había significado tanto sentimiento. Muchos corazones se consolaron con las tradicionales canciones navideñas.

La comida era un interminable tema de conversación, siempre salía a flote alguna referencia a los buenos tiempos de antes. Esto es comprensible porque nuestras raciones estaban al nivel de una hambruna: tres cuartos de taza de arroz y agua tibia para el desayuno; tres cuartos de taza de arroz y café (el agua en el cual se había hervido el arroz) para el almuerzo; tres cuartos de taza de arroz para la cena más un hervido de hojas verdes, una pelotita de arroz frito en aceite de palma y a veces un pedacito de carne si se había muerto un yak, posiblemente con café.

El hambre impulsaba a los hombres a hacer toda suerte de cosas. Sintiendo una falta de calcio, comían lagartijos, culebras y caracoles, y a veces en su desespero, ratones y ratas también. Los gatos y los perros se convirtieron en una delicia porque la demanda superaba el suministro. Unos cuantos soldados japoneses perdieron sus mascotas y sólo podían conjeturar lo que había sucedido. Poco sorprende, entonces, que muchos mozos británicos y australianos, una vez fuertes de cuerpo, se quedaron destrozados.

En aquellos días amargos yo daba gracias al Señor por lo precioso que era la presencia suya y el consuelo de las Escrituras. Anoté en mi cuaderno varias verdades que me impresionaron; de ninguna manera doy a entender que se originaron conmigo.

    El fruto de una vida en Cristo es una vida como Cristo.

    Nuestro andar es la expresión exterior de una vida interior.

    Es hermoso ver un barco en el mar, pero da temor ver el mar en el barco. Así también es hermoso ver la Iglesia en el mundo, pero da temor ver el mundo en la Iglesia.

    Dios liberó a Israel de Egipto en una noche, pero costó cuarenta años sacar a Egipto de Israel.

    La comunión es el privilegio de los santos pero son particulares la historia y las experiencias del alma.

    Nada iguala al poder de un ejemplo.

    Los hechos existen, la fe cree y los sentimientos siguen.

    Un hombre es lo que es y no lo que dice que es.

Incluidas en aquel jornal están las notas de los mensajes que di a grupos de personas. Dios bendijo esas reuniones y estoy seguro que encontraré en el cielo a algunos que recibieron a Cristo en ese período.

Fui probado severamente en lo físico a lo largo de los últimos meses de nuestra permanencia en Singapur. El dengue se apoderó de mi cuerpo; esta enfermedad se caracteriza por dolores severos en las coyunturas y en la espalda acompañados de fiebre. La fiebre fue recurrente, dejándome agotado y deprimido. La situación empeoró y un severo ataque de malaria postró mi cuerpo ya debilitado. Fracasó todo intento de controlar la fiebre que ardía adentro, me quedé inconsciente por seis horas con una temperatura de 40,4o.

Soñé estar en el cielo. Era maravilloso estar allí; no puedo describir mi experiencia. La música era hermosa como nunca antes había escuchado. Todo el mundo estaba vestido de blanco y la paz que llenaba aquel retirado ambiente sobrepasó toda descripción y comprensión. Me encontraba en entero reposo.

Entonces recuperé el conocimiento paulatinamente y por fin llegué a la triste conclusión que yo estaba en el cuerpo todavía, en el campamento carcelario de Changi en Singapur. ¡Qué chasco! Queridos amigos, el cielo es real, y me agrada sobremanera que será mi eterno hogar debido a mi fe en el Señor Jesucristo.

La deficiencia de vitaminas se reveló de muchas maneras feas. Los hombres sufrieron azotes de escrotos sangrientos, de lenguas enrojecidas y adoloridas y más de todo de llagas supurantes que se negaban a curarse. Para comprender cabalmente esas condiciones repugnantes uno tiene que vivir en carne propia la incomodidad de un escroto supurante, las agonías de una lengua encendida y lo asqueroso de dos piernas que parecen leprosas.

La carencia de drogas agravaba la situación y, no obstante los esfuerzos heroicos del personal médico, las condiciones iban de mal en peor. Las evaluaciones de enfermos se convirtieron en largas filas de hombres lánguidos de pie bajo un sol candente día tras día, anhelando u orando por algún alivio pero plenamente conscientes de lo desesperante de la situación.

Varias de las cuadrillas laborales habían abandonado Singapur cuando comenzó el año 1943, y por una u otra vía extraoficial llegaron noticias de las tragedias que alcanzaron algunas de ellas. Se hablaba de la aniquilación de los prisioneros enviados a Borneo, de los cargamentos humanos que se ahogaron rumbo a Japón y de las filas diezmadas entre los obreros ferrocarrileros en Tailandia y Birmania. Esto desmoralizó a aquellos que esperaban su traslado a lo que parecía ser su muerte.

Permítame rememorar un poco al terminar este capítulo. Mi condición física se estaba tornando un tanto grave. Pasé por diversas etapas de un escroto vivo, lengua enrojecida, gran pérdida de peso, amenaza de fiebre reumática y pérdida parcial de la vista, todo lo cual daba lugar a una seria reflexión.

El dengue me estaba drenando las fuerzas todavía y me costaba proseguir. En esta condición física deteriorada me sorprendí encontrarme incluido en la infortunada “Fuerza H”, el próximo lote a ser enviado a Tailandia. No tuve fuerza para protestar contra esa injusticia y con abandono me resigné a la voluntad divina. Gran paz y confianza inundaron mi corazón con esta entrega total. Los años posteriores probaron el poder y el interés que el Señor tenía en mi propia e insignificante vida. La escuela que Él había escogido para mí era una muy desagradable; fue difícil aceptar la amargura, y muchos clamores angustiosos pasaron por mis labios.

Dios obró un milagro a favor mío cuando parecía que mis fuerzas aumentaban día a día. Desde el día que nuestro triste grupo partió de Singapur mis enfermedades crónicas se quedaron atrás y quién sabe si la salud mía no era tan buena como la de cualquiera en la Fuerza. Llama más la atención el hecho de que yo estuve expuesto a la muerte varias veces pero mi vida fue preservada milagrosamente.