Book traversal links for Capítulo 12 Cólera
El cólera ─la enfermedad temida por todos los ejércitos en el trópico─ llegó por fin a nuestro grupo abatido. Nuestros cuerpos se habían debilitado por los repetidos ataques de malaria y por los frecuentes períodos de disentería. La moral estaba más abajo que nunca, de manera que nuestros espíritus se aplastaron cuando marchó por el campamento el horrible espectro del cólera.
Todo comenzó en el campamento asiático. Una fila interminable de camilleros marchó lentamente a un claro en la jungla donde botaban las víctimas de este azote. Esperábamos y nos preguntábamos cuándo nos tocaría a nosotros. El latigazo cayó cierta noche con efectos desastrosos. Algunos de los hombres que avisaron estar enfermos en la mañana ya estaban muertos cuando regresamos del ferrocarril. El azote había comenzado.
Se hizo un llamado para atender a los enfermos; nadie sería obligado a hacerlo. Era cosa muy difícil ofrecerse para esa obra y yo lo sopesé cuidadosamente. Oré con sentimientos cruzados, pidiendo sabiduría, ¿o sería que pedía fe y coraje? Como todos los otros yo quería ver de nuevo a mis seres queridos en mi terruño escocés.
Junto con mi mejor amigo, Bob Pender, salí a la cruel selva en la oscuridad. Oramos; nunca lo habíamos hecho con tanta sinceridad y expectativa. Le conté al Señor mis temores, debilidades y deseos humanos. Me postré ante Él bajo el techo estelar del cielo, rodeado de enemigos y una humanidad hirviente y fracturada.
De repente allí en mi Getsemaní, estuve consciente de una Presencia invisible. Fue casi como una voz que hablaba. Nadie de este mundo se había juntado conmigo, pero el Salvador sí, y Él portaba un mensaje para esta misión difícil. Atónito ante la realidad de este encuentro con el Señor, volví al campamento para anotarme. Junto con Bob, hice saber mi decisión al comandante del campamento, quien solemnemente nos señaló los peligros y dejó en claro la posibilidad de una muerte repentina. Pero la suerte ya estaba echada; yo debía cumplir con la orden de mi Maestro.
Trabajamos fervorosamente toda la noche para terminar los preparativos para establecer un campamento del cólera. En la mañana nos despedimos apresuradamente de nuestros amigos y simpatizantes, y nos alejamos de la tierra de los vivientes para entrar en el valle de la sombra de muerte. Daba lástima ver nuestro grupo de esqueletos humanos, cada uno con su bultito de escasas pertenencias, portando también unos pocos suministros médicos. Algunos andaban con pasos pesados pero yo con la mano en la del Salvador.
Un espacio despejado en la jungla en Tonshon Sur, Tailandia, albergó unas pocas carpas permeables, desprovistas de toda suerte de muebles. Estas consistían en cuatro paredes rotas, un techo podrido y la fría madre tierra como piso. En ese ambiente inhóspito y sombrío muchos varones iban a librar su última batalla y dar su último suspiro.
Nuestro primer contacto con la temida aflicción se presentó de manera abrupta y dolorosa. El atleta campeón de la compañía, corredor de larga distancia, un buen mozo de pelo liso, piel blanca y mejillas rosadas, cayó con cólera a los veinticuatro años. Caminando lentamente al nuevo campamento, parecía un hombre de noventa, y en cosa de horas estaba muerto.
La enfermedad se propagó como una plaga entre los asiáticos y los blancos por igual. Se despachaba de una vez del campamento principal al campamento del cólera a cualquiera que manifestaba signos de la enfermedad. Era como ser enviado a la cámara de muerte, pero éstos con apariencia de ancianos aceptaron su suerte con valor. Algunos hasta sonreían débilmente al ser llevados en esta primera etapa de su último traslado.
El campamento del cólera se llenaba muy pronto, pero el espacio nunca era un problema: tan pronto salía un muerto, entraba un vivo. Mis experiencias en esa coyuntura eran las más difíciles de sobrellevar y las más frustrantes que había conocido en mi vida de joven. Limitados en cuanto a aparatos y útiles, enfrentábamos la tarea imposible de quitar de la boca de la muerte a los cuerpos humanos descarnados y atormentados. Hubo ocasiones cuando iba apresuradamente al borde de la jungla, vaciaba el estómago y suplicaba a mi Padre Celestial que aliviara mis nervios que estaban de punta, además de que tuviera misericordia de los moribundos que estaban en circunstancias repugnantes.
Al observar a estos hombres aproximarse a la muerte, uno discernía las distintas etapas de la enfermedad. Primeramente el cuerpo se deshidrata como consecuencia de la diarrea y el vómito. Esta deshidratación se manifiesta al principio en las extremidades tales como las orejas y los dedos que se secan y se emblanquecen, luego se acalambran los músculos de los brazos. Simultáneamente se repite el proceso en las piernas; primero los dedos, luego los pies y las pantorrillas y después los muslos; todo esto en un cuadro de gran dolor. Finalmente la enfermedad se concentra en el abdomen, abrazando la víctima inexorablemente para por fin exprimir el último suspiro de un cuerpo convulsionado.
Las probabilidades estaban muy en contra nuestra. Prácticamente se desconocía alguna forma de medicación. Intentábamos introducir líquido en el cuerpo del paciente de cualquier manera posible, pero nuestros métodos eran primitivos. Hervíamos agua del río y disolvíamos en ella sal en piedra para que fuese salina. Entonces la vaciábamos en un frasco con un tubo que levantábamos o bajábamos, cerrando el flujo con los dedos según el caso.
Costaba encontrar la vena en el área del tobillo y nuestros intentos eran dolorosos para el paciente. Teníamos que cortar la carne, que era casi blanca, con un viejo bisturí o un cuchillo de bolsillo. Al encontrar la vena, que era como un cordel viejo, inyectábamos con una aguja desafilada. Terminada esta operación primitiva, nos valíamos de un viejo trapo esterilizado en agua con una débil solución antiséptica (azul de metileno) para colocarlo sobre la herida y cubrirlo con una hoja grande de un árbol de la jungla, amarrando todo con las trepaderas que abundaban dondequiera.
Las condiciones de vida han podido volver loco a cualquiera, y por cierto eso sucedió con no pocos. Se prohibía el contacto con el campamento principal. Se nos trataba como si fuéramos leprosos, dejando nuestras provisiones, etc. para ser recogidas en un sitio designado.
Al encontrar tiempo para ello, yo buscaba mi Biblia justo antes del atardecer, dejando la carpa atrás para leer y orar con aquellos guerreros quebrantados. La Palabra de Dios y una voz levantada en humilde súplica fueron las últimas comunicaciones que muchos de aquellos señores oyeron. Sé que voy a encontrarme con algunos en el cielo.
A cierta distancia de nuestra colonia había otra, el botadero para las víctimas asiáticas. Aquellos moribundos estaban bajo la responsabilidad de los japoneses. Las escenas en ese encierro no admiten descripción. Las víctimas lo pasaban postradas desnudas al aire libre y sus gritos de angustia resonaban en lo profundo de mi corazón. He escuchado el aullido de animales en intenso dolor y lo he sentido por ellos, pero jamás quiero oir de nuevo a seres humanos abandonados y desechados. “¡Oh Dios!”, clamaba yo, “ten misericordia de estas pobres criaturas; sé vengador del tratamiento cruel de sus enemigos despiadados”.
Cada mañana, a la primera luz del día, un grupo de nacionales iría a ese encierro para recoger los restos de los que habían fallecido en la noche. Los llevaban a un enorme foso común que había sido cavado en la noche, para enterrarlos con indiferencia. No se veía ninguna compasión o interés por las vidas ya apagadas. En sus agonías ellos habían asumido toda suerte de posición corporal, muchos con los brazos y las piernas levantados en el aire, y estas extremidades sobresalían de la superficie una vez botados los cuerpos en la fosa. Los guardias japoneses, paseando como reyes, partían estos miembros con palas.
En cierta ocasión, a altas y oscuras horas de la noche, yo estaba sentado sobre el tronco de un árbol caído al borde del círculo de nuestras pequeñas carpas, frente a una buena fogata que daba luz y conjuraba a los animales. De repente oí que algo se acercaba en el monte. Pensando que era un animal silvestre, me armé de un palo y esperé. Apareció un malayo que se había escapado de su encierro. Su clamor conmovedor fue: “¡Agua! ¡Agua! ¡Agua!” Ese precioso líquido escaseaba; casi no había para los hombres de nuestro propio campamento.
Por fin decidí darle un poco; él quería más pero no había y no accedí a sus ruegos. Él vio al lado del tronco un tobo de creosota que guardábamos para lavarnos las manos y, pensando que era agua, metió la cabeza en el tobo y empezó a consumir el líquido grasoso. Esto sólo aumentó su agonía y él se arrastró a la jungla con espantosos gritos de tormento. Poco a poco dejó de clamar y en la mañana su grotesca forma fue encontrada por unos que le buscaban.