Book traversal links for Capítulo 3 Complejidades De La Juventud
La trágica e inesperada muerte de mi padre dio lugar a cierta conmoción en nuestra comunidad. Varios deportistas bien intencionados se interesaron en mis habilidades como jugador de críquet. En mis días de estudiante gané todos los trofeos ofrecidos por una actuación sobresaliente. Por cierto yo no contaba con una orientación paterna en esos asuntos, y esos señores benévolos querían enrumbarme en una carrera de deportista profesional y de esa manera suavizar el efecto de mi pérdida.
Era costumbre en aquellos tiempos en la mayoría de los pueblos de Escocia que cada uno auspiciara un equipo de críquet en el verano y otro de fútbol en el invierno. En aquellos largos y agradables atardeceres de verano era emocionante vestirme de rigor y dar mi todo por mi equipo. En los juegos me di cuenta de que la concentración y la emoción del juego llenaban toda rendija de mi corazón. No cabía otra cosa, y nada más tenía importancia. ¡Qué emoción generaron el aplauso de los espectadores y la oleada del éxito!
En esa etapa de mi vida me parecía que lo máximo era ser el ídolo de los hinchas y gozar de la admiración de la comunidad. A veces cuando estábamos jugando en casa una flecha de convicción penetraba los lugares escondidos de mi corazón. Mi amor por el Señor Jesús estaba de capa caída y a veces desde mi posición en el campo yo veía cuando varios de los creyentes caminaban rumbo al culto de oración. Usualmente en aquellas noches, una vez pasada la emoción y acostado en la oscuridad de mi pequeña habitación, yo luchaba con los conflictos que atormentaban mi mente juvenil. Lenta y dolorosamente, después de semanas de conflicto, llegué a la conclusión que la respuesta a los anhelos de mi hombre interior no se encontrada en el campo deportivo, ni en los aplausos desde las gradas.
En realidad la vida hasta ese punto carecía de sentido. Me sentía como una nave sin timón o un palito tirado al océano infinito de la vida. Entonces me di cuenta de que estaba enfrentando una crisis; no había manera de escaparme por la tangente.
Unos años antes yo había aceptado a Cristo como mi Salvador personal. Esta decisión fue muy real para mí, pero por alguna razón ya casi no existía el estimulante gozo que sentía al principio. Mi alejamiento no podía ser atribuido de ninguna manera a una falta de interés de parte del Señor por mí. Era netamente una consecuencia de mi propio proceder. Las cosas del mundo me apelaban y yo no había buscado ni fomentado el compañerismo con mi bendito Salvador. Decidí que todo esto tenía que cambiar y que Cristo debía ser Señor de todo. Si no, no sería Señor de nada.
Pronto mi mente confundida empezó a evaluar correctamente los verdaderos valores a la luz de la Palabra de Dios. En la medida en que la sabiduría y la fuerza venían del Trono, aflojé mi apretón de lo transeúnte y abracé lo eterno, contando la recompensa como de mayor riqueza que la fama del mundo. Ahora no era cuestión de “Cristo o el críquet”, o escoger entre el Salvador y el deporte. Y podía cantar con convicción, “Dejo el mundo y sigo a Cristo”.
Una gran paz encerró mi atribulado corazón. La vida parecía asumir una nueva escala de valores. Yo contaba ahora con una meta, un objetivo, un galardón que al lograrse me traerían satisfacción y gozo inefable. En esa encrucijada resolví que la energía y el tiempo que yo había dedicado sin reserva al deporte serían canalizados ahora al servicio del Señor. El envolvente amor de Cristo ardía adentro; mi celo juvenil se enfocó a los hombres, las mujeres y los muchachos para llevarlos a Cristo.
Fue en ese entonces que se me posesionó un celo misionero. Leía todo lo que encontraba acerca de la devoción y los logros de aquellos amados siervos de Dios, y me ardía el corazón. Creo que en aquellos días de un nuevo gozo fue sembrada en mí la semilla de servir al Señor a tiempo completo. Se me abrieron más y más oportunidades, y varones de Dios me ayudaron y me estimularon sobremanera.
Pasaron varios años de feliz servicio, y luego llegaron los desconcertantes días inmediatamente antes de la declaración de lo que sería la segunda guerra mundial. Un día se veía un rayo de esperanza de que se iba a evitar una guerra, pero el día siguiente esa esperanza desvanecería ante las amenazas de algún dictador inflexible. Durante ese período, en mis momentos de mayor quietud, yo contemplaba a menudo los estragos de una guerra en pleno. Me despertaba en la noche dando rienda suelta a mi imaginación, oyendo los ruidos escalofriantes de una batalla y el impacto mortífero de los combates mecánicos y aéreos. Me quedaba prácticamente inmóvil al reflexionar sobre la matanza y el desprecio por la vida humana. A veces me obsesionaban los gemidos de los heridos y moribundos.
Me era inconcebible participar agresivamente en una cosa tan infernal. No sólo soy sensible por naturaleza, sino también ciertos principios están arraigados en mí y son inviolables. Sin embargo, no quería esquivar mi responsabilidad y por eso tomé medidas para prepararme para lo inevitable. Durante varios meses tomé cursos de la Cruz Roja sobre los primeros auxilios y la enfermería. Se me aclaró la orientación de mi servicio militar mientras esperábamos y reflexionábamos. Me sentía más capacitado para atender a las necesidades corporales de los colegas heridos y a la vez estaba resuelto a no dejar pasar ninguna oportunidad para decirles la dulce historia de Jesús y su amor.